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El catorce

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Hola, buenos días, cómo le va, qué tal. ¿Bien? Me alegro. Sí, yo también muy bien. Hace calor, ¿no? Y bueno, es la época. ¿A qué fecha estamos? Julio, claro, 24 de julio. ¿De qué año? Una está siempre tan ocupada que hasta se olvida del año en el que vive. Ah, sí, eso es, 1389, sí, qué año interesante, ¿no? Yo diría que es un siglo interesante, vea. Usted estará de acuerdo conmigo en que este siglo catorce va a pasar a la historia como un siglo clave en la evolución de la humanidad. Fíjese en todas las cosas importantes e interesantes que pasan. Bueno, en cuanto a la cultura, ahí tiene a hombres cuyas obras serán estudiadas por las generaciones que vengan. Pienso en Dante Alighieri, Bocaccio, Chaucer, Juan Manuel, Petrarca, Ockham. Ah, por supuesto, hay que tener cuidado, los intelectuales, ya se sabe, a veces se van para el otro lado, así que hay que estar atentos, no sea que nos hagan caer en alguna trampa tendida por el Maligno. Creo que para eso hay que leer a quienes supieron alertarnos, San Bernardo de Claraval por ejemplo, gran defensor de nuestros valores. O la devotio moderna de Tomás de Kempis. Y orar, orar mucho. Porque si no corremos peligro, ay, sí, corremos peligro. Se pierden los valores, ya no hay respeto, la juventud está desorientada y hay que volverla al recto sendero como sea. Y es que de no hacerlo, llega inexorable el castigo. Recuerde cómo pasó la peste por sobre nuestras cabezas llevándose a los herejes, a los apóstatas, a los que nos inclinaban hacia el abismo, a los que deseaban la disolución de la familia, la decadencia de la sociedad, un aliento mefítico que se expandía por doquier. Pasó, gracias al Cielo, y hemos visto cómo prosperan las ciudades, cómo la riqueza inunda las faltriqueras de quienes trabajan honestamente, cómo las caravanas van hacia el Este y nos traen de allá sedas y especias y artículos de lujo, oro y piedras preciosas, y cómo los burgraves y los alcaldes y los síndicos se preocupan por las poblaciones a su mando y sacan de sus murallas a los indeseables dejándolos morir de hambre y sed en el desierto a menos que se arrepientan y tomen el recto sendero. Cierto, muy cierto, a veces nos enteramos de acontecimientos nefastos, el Papa se va a Avignon abandonando Roma, la temperatura del mundo cambia y va en disminución con lo que las cosechas se han malogrado y las revueltas de los campesinos son terribles tanto en Inglaterra como en Francia, y mire lo que pasó en Kosovo, qué terrible. Y Tamerlán allá en los confines, amenazando con el Corán, aunque está tan lejos que no sé si no es una amenaza sin consecuencias. Sí, yo tengo confianza. ¿Usted, no? Ah, me parece bien, sí eso es lo que hay que hacer. Hay que terminar con quienes minan los cimientos de nuestra civilización, hay que declarar la guerra santa, hay que erradicar a los que no piensan como nosotros, como la gente honesta y creyente que quiere lo mejor para sí, para su familia, para su ciudad y para este mundo en el que vivimos. No hay que andarse con contemplaciones, no señor, de ninguna manera. Hay que aplicar la ley del más fuerte. Porque nosotros, usted, yo, nuestras familias, las gentes que conocemos, el párroco de la iglesia de la Santa Trinidad, el juez ante quien se llevan esos casos, todos somos los más fuertes, los que no hemos errado en el camino de la vida, y los que debemos velar por que los demás piensen y hablen y actúen como nosotros. Eso mismo. La horca si es necesario, la horca, el cuchillo, el látigo, el potro, la doncella de hierro, la dislocación de las articulaciones, el fuego, el embudo, el agua hirviente, todo lo necesario para que esas pobres conciencias sepan hacia dónde dirigir sus pasos. Y la hoguera cuando ya no hay esperanzas. Levantemos hogueras en las plazas, quememos a las brujas, recordando a Kramer y su manual de instrucciones para tratar con esos súcubos. No dejemos que Satanás se haga dueño de cuerpos y de almas. Nadie está libre de equivocarse, de apartarse del recto camino, pero por lo mismo debemos estar alertas sobre nuestras palabras y nuestras acciones y las palabras y las acciones y sobre todo los deseos de los demás. Si es necesario, yo también me siento capaz de llevar leña a las hogueras, de acercar antorchas a la leña para regocijarme en el espectáculo de la quema de quienes se opusieron a lo que es verdadero y conveniente. Estoy convencida de que así la historia recordará a nuestro siglo con unción y de que el tiempo futuro ha de imitarnos en nuestra cruzada. Amén.