Ricardo La Volpe fue un gran arquero. Dentro de la, por entonces, innovadora línea de los arqueros-jugadores, brilló lo suficientemente fuerte en Banfield como para que, en una época en la que el fútbol argentino disponía de no menos de una decena de arqueros de selección, San Lorenzo pusiera los ojos en él y se lo llevara por un par de años antes de que México se adueñara del resto de su carrera como jugador y como técnico.
Daniel Passarella saltó al fútbol grande en 1975. Si bien había llegado a River un año antes y hasta debutó como goleador en esa temporada, recién en el segundo semestre del año del bicampeonato, Daniel consiguió ser dueño de la titularidad. Durante casi todo el Metropolitano del ’75, Passarella quedó al margen del equipo porque el técnico, Angel Labruna, estaba empecinado en que debía jugar como lateral izquierdo y no como segundo central. Labruna, en aquél entonces, eligió a Artico antes que al capitán del seleccionado del ’78. Daniel suele recordar que a esa pulseada la ganó como le gustaba decir a Labruna, “en el verde césped”.
La Volpe fue un innovador que demostró que el estilo del jugador no sólo está al servicio del equipo sino que, en ciertos casos, debe torcer el brazo a la obstinación de un técnico.
Passarella fue un jugador que trascendió a su época gracias a que no se conformó con transcurrir una carrera: dejó una huella indeleble como defensor implacable, como rematador temible, eximio cabeceador y hasta se adelantó a los tiempos del líbero y stopper hasta desplegar desde la zaga, un juego de toda la cancha. El fue un ejemplar de esos que deja bien en claro que los entrenadores son estorbos si pretenden absorber con tácticas rigurosas el talento de sus jugadores.
Esta contratapa no alcanza para que ahonde demasiado en sus historias como técnicos. Además, usted y yo sabemos que los dos, en su medida, tienen un historial exitoso al respecto.
Sin embargo, a riesgo de cometer el sacrilegio de poner en duda alguna faceta de gente ganadora, les confieso que no encuentro la forma de terminar de construir el puente entre sus historias como jugadores y lo que insinuaron –y espero no concreten– entre misterios, dudas, variantes y tacticismos en la semana previa a la fiesta de esta tarde. No pretendo ir tan a fondo con aquello de que “se juega como se vive”, pero que quede tan lejos esto de “se dirige como se jugaba” me parece innecesario.
Si tuviéramos que guiarnos por los mensajes de los dos lados, no puedo imaginar otra cosa que un River-Boca sin arcos. Si me apuran, creo que hasta serían capaces de quitarles los números a las camisetas con tal de despersonalizarlos en pos de un dibujo. Pero sólo se trata de conclusiones que surgen de lo dialéctico. Evidentemente, hasta para tipos con espaldas tan anchas como ellos, una semana de clásico es una semana al límite; una semana para declarar más que para confundir; para distraer o chicanear que para anunciar cómo esperan que juegue su equipo.
Tal vez por eso, las dudas sobre si jugará o no Gallardo –el peor Gallardo genera más ilusión que cualquiera de las alternativas que se puedan imaginar con el plantel actual de River–; tal vez por eso, La Volpe llegó a parar cinco equipos diferentes en una hora de entrenamiento.
En el último clásico, River tenía cocinada la historia y el, hasta ahora, último gran destello del Mellizo inventó un empate; fue un mal partido que pareció mejor que eso gracias a la emoción final.
El último domingo, Boca era una banda condenada a la goleada a la cual terminan salvando jugadores como Gago, Morel o Palacio, que oficiaron de revulsivo en un equipo que, cuando se sometió al diseño, murió en la confusión.
En tiempos de La Volpe y Passarella, hace seis meses y hace una semana; hoy y siempre, la ilusión seguirá volando
de la mano del jugador. Por eso, lo que se imagina un
River-Boca angustiante, tenso y de fútbol-drama, puede terminar siendo histórico.