El conflicto en muchas de las áreas que configuran el espacio educativo exige una toma de conciencia responsable de nosotros como ciudadanos. Es decir el compromiso de un Estado que no solamente sepa sino que también crea en la indispensabilidad de una formación educativa eficaz para conformar un programa social y político acorde a los requerimientos actuales. Debemos pensar un proyecto inclusivo atento al interés genuino por el semejante, a la búsqueda activa por alcanzar la igualdad de oportunidades y al desarrollo de un bienestar integral de nuestra comunidad si aspiramos a enfrentar los desafíos que el mundo de hoy nos impone. Ese bienestar integral del que hablo y en el cual vengo trabajando hace tiempo no es ya una opción sino una prioridad impostergable. No cabe duda que la revolución del conocimiento, tantas veces mencionada, es en esto un eje central.
Las coordenadas socioculturales de hoy que jerarquizan la subjetividad, la libertad personal, el cuidado del yo, la elección de alternativas y otras variables, por lo tanto una ética y una moral intrínseca a esta etapa que aspira a un individualismo responsable, no pueden prescindir de la educación como uno de sus tejidos fundamentales. La escuela es un ámbito de socialización donde se forma, informa, enseña y aprende. Por eso necesita de reglas claras y límites adecuados que habiliten la potenciación de la curiosidad y la imaginación, los riesgos y la audacia adecuadas.
La enseñanza es opuesta al pensamiento mágico que se sostiene en la omnipotencia de los deseos y que elige el camino de la ilusión para acercarse a las metas anheladas, con la frustración concomitante. Aprender y por supuesto enseñar requieren de la presencia del entusiasmo y la racionalidad, y no olvidemos que es un itinerario donde el esfuerzo, sinónimo de trabajo creativo, tiene un papel central. El ensayo con sus aciertos y sus errores forman parte de la labor cotidiana y devienen una puerta abierta al crecimiento y al progreso.
Se necesita de climas materiales y emocionales que brinden los recursos que esta tarea conlleva. Se hace difícil construir una arquitectura pujante donde reine el apremio económico, se dañe la autoestima, se prescinda de la exigencia y la empatía sea sólo una utopía.
Cuando la vocación que nutre la relación singular formada por el docente y el alumno se ve opacada o directamente disuelta por el desgano, el aburrimiento o el rencor, cunde el escepticismo y la mediocridad.
La labor docente es sutil y delicada. Tiene que preparar al alumno a ejercitar su pensamiento y su capacidad para reflexionar y sobre todo estar abierto a la pregunta nueva y cuestionadora.
Aquella que inaugura el debate que hace del saber algo dinámico y creativo.
La ya casi olvidada alianza escuela-familia, amparada por un Estado consciente de su responsabilidad debe ser recuperada. Es una sinergia que afianza los valores positivos otorgando a los protagonistas un rol competente y proponiendo valores referenciales que alejan la angustia que nace del caos. Sin una estructura sana, o sea democráticamente ordenada, cunde el desconcierto, el aislamiento y por lo tanto el miedo y la violencia. Cuando los efectos de todo esto invaden nuestros espacios cotidianos y ya no podemos silenciar su ruidosa sintomatología impera la alarma, pero tardíamente. Cuando cunde la ignorancia la libertad queda desterrada y una comunidad resulta entonces más débil para enfrentar las adversidades y las arbitrariedades.
La educación es rebeldía constructiva; es ansia de saber, y nos permite poner en marcha la autocrítica que todo emprendimiento necesita para consumarse de un modo exitoso.
Es una pieza clave, sin duda, en la reformulación de ese nuevo humanismo que necesita el siglo XXI.
*Psicólogo.