La semana que pasó, la mayoría de los diputados y senadores nacionales votó un aumento del impuesto a las ganancias, al gravar los dividendos que reparten las empresas, con el objetivo de financiar, parcialmente, la exención del pago del impuesto a aquellos trabajadores que ganan menos de $ 15 mil y la modificación en la escala de deducciones para quienes ganan entre $ 15 mil y $ 25 mil.
En principio, podríamos argumentar que se trata de una medida “progre”: se les sube el impuesto a las empresas o a sus accionistas, para reducírselo a un grupo de asalariados. Pero, muchas veces, cuando se trata de redistribuir, nada es lo que parece.
En primer lugar, como reconoció el propio gobierno, la recaudación del impuesto creado no alcanza para cubrir la reducción de ingresos fiscales, derivada del cambio impositivo sobre los salarios. El resto, según el discurso oficial, será cubierto con un “esfuerzo del Estado” que, dado que no se anunció la reducción de ningún gasto, consiste en más déficit fiscal, más emisión de pesos del Banco Central e, hipotéticamente, más inflación.
En otras palabras, para aumentarle el salario al 10% de los trabajadores, se incrementa no sólo el impuesto a las ganancias de las empresas, sino también se incrementa el impuesto inflacionario que pagamos todos, incluyendo a los trabajadores.
En segundo lugar, según un trabajo del Consejo Profesional de Ciencias Económicas porteño, la alícuota del impuesto a las ganancias corporativas en la región bajó, del 38% promedio en la década de los 90 al 24% actual. En la Argentina, con la reforma votada, la alícuota pasa del 35% al 41,5%. Pero, como además no se ajustan los balances por inflación, la alícuota efectiva en muchos casos supera el 50%. En otras palabras, la tasa de Ganancias de las empresas es, en la Argentina, al menos el doble que el promedio regional.
En tercer lugar, en nuestro país, el costo del capital, medido en dólares, es cuatro veces superior al de la región y no se consigue financiamiento de largo plazo, salvo el acceso a líneas especiales promocionales y racionadas. Algunos insumos críticos, en particular la energía, son relativamente más baratos, pero están sujetos a una oferta aleatoria. El servicio se interrumpe cuando hace mucho calor o mucho frío, para atender la demanda de los hogares. La infraestructura está deteriorada. Las decisiones empresarias dependen del capricho de un funcionario que decide, telefónicamente, precios, cupos de importaciones, cupos de exportaciones, el valor del dólar, etc.
En síntesis, la competitividad ha estado bajando fuertemente. Sólo en el último año caímos diez lugares, pasando del ya bajo puesto 94°, al 104°, en el ranking del World Economic Forum de 143 países. Superamos en la región solamente a Venezuela.
Por lo tanto, para que una empresa que opera en la Argentina gane, después de impuestos, lo mismo que ganaría en otros países de la región haciendo la misma actividad, dado que todo lo demás es más caro, más burocrático o no se consigue, su única variable de “ajuste” es el trabajo. Dicho de otra manera, siendo el costo del capital, la competitividad, y el impuesto a las ganancias, los más caros de la región, la única alternativa que tienen las empresas para ganar lo mismo que en la región es que el salario sea más bajo.
Pero sucede que, gracias al cuasi pleno empleo, las presiones sindicales y del Gobierno, y el atraso cambiario, los salarios no son los más baratos de la región. Al contrario, el costo laboral en dólares de la Argentina está entre los más altos.
¿Y entonces? Entonces, las empresas ya no invierten, ni demandan trabajo. Y su valor, respecto de similares más cercanas, es muy inferior.
Por lo tanto, lejos de “ayudar” a los trabajadores, al aumentar aún más la alícuota del impuesto a las ganancias de las empresas, los diputados y senadores de la Nación votaron un freno mayor del empleo y la inversión y, a la larga, votaron una baja de salarios, para “ajustar” la tasa de ganancia local a la global. Esta reducción se dará, o bien a través de una caída más fuerte del salario real, o acaso con un achicamiento, más brusco, del atraso cambiario.
Como diría un amigo mío, “por favor, no nos ayuden más”.