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El creador de la ESMA

En Almirante Cero (Planeta), publicado en 1991, el periodista Claudio Uriarte investigó la vida del ex almirante Emilio Massera, muerto el lunes. Durante la dictadura, quien más reprimía más poder acumulaba; por eso, Massera, que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de llegar a la Presidencia, montó el mayor centro clandestino de tortura, la ESMA, por lo cual fue condenado a reclusión perpetua.

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El 24 de marzo de 1976, el gobierno de Isabel Perón terminó de caer, la junta militar se hizo cargo del poder, y la sensación en el país fue de generalizado alivio. La ex presidenta fue arrestada y recluida en El Messidor, una dependencia del Ejército en el sur del país. El golpe militar era inevitable, porque el gobierno no lograba estabilizarse y el descontento obrero amenazaba con hacer volar por los aires a la dirigencia sindical peronista y reemplazarla por una conducción de izquierda. Si se esperaba hasta las elecciones, o incluso si se las adelantaba –como hizo a fines de 1975 el gobierno de Isabel, en una maniobra para desalentar el golpe–, quedaban pocas dudas de que el peronismo volvería a ganar, el líder radical moderado Ricardo Balbín quedaría nuevamente en un segundo puesto y había posibilidades de que la izquierda avanzara.
El golpe contó con el generalizado apoyo de la sociedad civil. La Unión Cívica Radical había declarado poco antes que “no tenía soluciones” para la crisis institucional. El Partido Comunista había propuesto un “gabinete cívico-militar”. La derecha había reclamado el golpe en forma consistente, y hasta el diario de izquierda moderada La Opinión se había convertido en un vehículo del golpismo en su vertiente más esclarecida. Incluso los Montoneros habían apostado a que el “golpe profundizara las contradicciones” en la Argentina, y el último acto militar importante del ERP había sido un violento, masivo, frustrado y provocativo ataque en diciembre contra el Batallón de Arsenales 601 de Monte Chingolo, producido exactamente un día después del intento de insurrección de Capellini. El ataque del ERP cohesionó todavía más la unidad del frente militar, al perfilar con nitidez nuevamente la figura del enemigo. Los únicos disconformes por el golpe de marzo de 1976 fueron los peronistas, pero incluso en este sector se registraron alivios: el diputado Sobrino Aranda había renunciado poco antes a su banca por entender que el proceso institucional estaba “agotado”, una impresión coincidente con la que dominaba en ese momento en el sector “antiverticalista” del movimiento. Hasta los peronistas “ortodoxos” y “verticalistas” no pudieron dejar de sentir cierto alivio ante la pesadilla de ingobernabilidad que los militares les quitaban de encima.
Los primeros movimientos del golpe pusieron todo el énfasis en suprimir los brotes izquierdistas que habían aparecido en el movimiento obrero. El más preocupante se había producido meses atrás en Villa Constitución, con el ascenso de una conducción clasista encabezada por el delegado gremial Alberto Piccinini en la planta de la empresa siderúrgica Acindar. El movimiento había sido calificado como “guerrilla fabril” por Ricardo Balbín y había sido objeto de una intervención militar-policial ordenada por Isabel Perón. También se registraban movimientos parecidos en Córdoba, que era una tradicional “plaza fuerte” de la izquierda sindical, y en el cinturón industrial del Gran Buenos Aires, donde el Rodrigazo había producido la emergencia de las Coordinadoras Interfabriles de Base, que enfrentaban a Isabel Perón y simultáneamente desafiaban a la conducción sindical tradicional. El movimiento era básicamente espontáneo, pero contaba con activistas del ERP, Montoneros y los partidos de la izquierda legal. Coherentemente con todo esto, la represión apuntó primero contra los dirigentes gremiales de izquierda. El mismo día del golpe se efectuaron gran cantidad de detenciones y ejecuciones. El 30 por ciento de las víctimas de los siete años de dictadura militar fueron obreros, constituyendo el subtotal más alto, seguido por estudiantes (21 por ciento) y empleados (18 por ciento).
A pocos días de consumado el golpe, Licio Gelli llegó a Buenos Aires con un regalo de 100 mil dólares en efectivo para Massera. Se trataba de una donación del empresario anticomunista para el equipamiento militar del Grupo de Tareas 3.3.2, ya que la mayoría de las armas a disposición de éste eran equipos pesados de guerra clásica que resultaban inadecuados para la guerra clandestina contra el terrorismo urbano. También en esos días, Massera se dirigió a la ESMA para “inaugurar” el grupo y exhortar a sus integrantes, dirigidos en ese momento por el capitán Salvio A. Menéndez, subdirector de la ESMA, a “responder al enemigo con la máxima violencia, sin trepidar en los medios”. Sin embargo, él no era hombre de dar órdenes sin también intentar imbuir una mística de subordinación, de liderazgo y de coraje entre sus subordinados. A los pocos días del inicio de las operaciones del GT, Massera pidió a Menéndez salir en uno de los Ford Falcon del grupo, sin chapa identificatoria, a “marcar” gente. El “marcaje” consistía en llevar a detenidos de recorrida por las calles de la ciudad para que señalaran y reconocieran a eventuales subversivos. Algo después, pidió participar de las operaciones, que generalmente consistían en la irrupción de los marinos en viviendas y bases enemigas clandestinas y el arresto o ejecución de quienes estuvieran adentro. En esas operaciones insistía en estar a la vanguardia del grupo y en ser el primero que entrara ametralladora en mano en el lugar después de tirar la puerta abajo. También insistió en aplicar personalmente la picana eléctrica a los primeros detenidos, en actitud de dar el ejemplo a los integrantes del GT. “El arma aquí se juega entera –solía decir– y yo no les voy a pedir a ustedes nada que yo mismo no esté dispuesto a hacer.” Como consecuencia, secuestraba con la ametralladora y torturaba con la picana eléctrica, dispositivo éste que había sido inventado a principios de siglo para arrear el ganado y que la imaginación policial de la Argentina agraria convirtió en la década del 30 en el instrumento de tortura por excelencia en comisarías y dependencias militares.
Como nombres de guerra, Massera eligió dos que usaba indistintamente: “Negro” y “Cero”. “Negro” era su propio sobrenombre, aunque en el nuevo contexto adquiría un nuevo significado: la oscuridad, la noche y la niebla, la clandestinidad, lo tapado, la ausencia de color, la negación, lo siniestro. “Cero” tenía varios significados: lo que estaba antes que el número uno (de la represión, de la ESMA, del GT 3.3.2), pero también la nulidad, el vacío, la supresión y, asociativamente con “Negro”, la clandestinidad, la negación. “Negro”, la ausencia de un color, dejaba traslucir una identidad que “Cero”, la ausencia de un número, volvía a encubrir. “Cero” era aquello que se encontraba a la izquierda y al margen de los ordenados números de la sucesión de poder naval, y en aquella época se había generalizado la expresión “por izquierda” para definir operaciones consumadas ilegalmente o de legalidad dudosa. “Cero”, de este modo, era la ilegalidad total, la esencia de la ESMA y del GT 3.3.2, el personaje que se modificaba cuando salía de allí y volvía a ser “el Negro”, el almirante, el “señor” de la tradicional cortesía naval. La dicotomía entre legalidad e ilegalidad era llevada hasta la cúspide, porque Massera en el exterior tendría la dignidad, el poder y la ley del rango de jefe de Estado que había adquirido al lograr que el órgano supremo del poder fuera la junta militar, pero en la oscuridad de la ESMA y en los actos de violencia nocturna del GT tendría todo el anonimato, la clandestinidad y la ilegalidad de un secuestrador y torturador. “Cero” constituía un personaje que daba un nuevo y radicalmente diferente significado al almirante, una luz negra que se le echaba desde atrás, que ayudaba a cambiar su figura y a apreciarlo de otro modo. El almirante, en cierto modo, tendía con “Cero” a despegarse del Almirantazgo, la Marina y el establishment, esas maquinarias de fabricación de personajes que podían ser oficiales y poderosos pero cuya oficialidad y poder dependían de las instituciones, siendo atributos que éstas le podían arrancar en cualquier momento. Con “Cero”, Massera se aproximaba al cumplimiento del sueño del independentismo militar respecto de las clases dominantes, las clases dirigentes y las propias Fuerzas Armadas, ya que el hecho de que “Cero” fuera también un almirante implicaba recorrer en sentido inverso la trayectoria de un oficial de la Armada y construir una nueva Armada, que ya no era la pública y notoria Armada Argentina, sino otra Armada secreta, la Armada del GT, la Armada que armaba “Cero” en su recorrido de regreso desde los iluminados salones del Almirantazgo hacia las mazmorras que servían de subsuelo y trastienda de los fundamentos de su mando, y que dejaba imaginaria y simbólicamente constituida como la sede del verdadero poder con cada puerta que tiraba abajo, cada prisionero al que encapuchaba y engrillaba y cada detenido al que le aplicaba la picana eléctrica. El número cero, de esta manera, representaba en cierto modo la imposibilidad de ser Perón, porque Perón había podido independizarse bonapartísticamente de las clases dominantes, las clases dirigentes y las Fuerzas Aunadas, pero a través del movimiento de masas, mientras que el único punto de independización que tenía Massera era la picana eléctrica. Torturaba, saqueaba y destruía, y no se le ocurría pensar que en la fingida furia atronadora de sus operativos estuviera la marca de la queja por el mandato de un imposible destino manifiesto.
La dicotomía entre legalidad e ilegalidad representaría el punto crucial de su trayectoria, su personalidad y su historia, ya que el primer día que salió a “marcar” gente, a derribar puertas y a torturar prisioneros, el verdadero Massera, el Massera definitivo, por así decirlo, nació.