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Defensor de los Lectores

El cuento de lo que pasó

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Género estrella del periodismo contemporáneo (en realidad, siempre fue –y es– el “sueño del pibe” de todo escriba en este oficio), la crónica bien trabajada es una suerte de plato para gourmets, un placer para el que lee, con pocos paralelos en la materia. Para buena parte del mundo de habla hispana, lo que llamamos aquí crónica se llama allí reportaje, y su contenido debe dosificar con creatividad, talento y sabiduría la mayor precisión y abundancia informativa con la mejor y más elaborada escritura. “Es el cuento de lo que pasó –sintetizaba Gabriel García Márquez allá por los 90–, un género literario asignado al periodismo para el que se necesita ser un narrador esclavizado a la realidad”. Relatar un acontecimiento, y hacerlo como si el lector estuviera allí como un testigo proyectado en el buen cronista, es un desafío, un compromiso y un incomparable ejercicio casi orgásmico. Con ciertos límites, claro: “En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera, con dos condiciones –decía García Márquez–: que se haga en forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente, aunque sea sobre el color de los ojos, pierde”.

Quise comenzar esta columna con las palabras del gran escritor colombiano, un magnífico maestro de cronistas y reporteros, para elogiar la muy buena cobertura que hizo la sección Sociedad sobre la tragedia de Rosario, que fue publicada en la edición de ayer. Se dan las dos condiciones indicadas por García Márquez: una atinada y creíble administración de los datos y una buena escritura, que seguramente pudo ser mejor aún con mayor tiempo para la elaboración. Tanto lo que relata la nota de apertura como las historias de vida de las víctimas fatales (páginas 40 a 43) permiten al lector sentirse dentro del drama, compartirlo a la distancia. El autor de la magnífica Crónica de una muerte anunciada decía en aquel 1995: “Hay que dar humanidad al texto, dolor y alegría al protagonista, describir el ambiente, el carácter”.

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Frente a mis alumnos, los veinte años en los que ejercí la docencia, solía echar abajo la tradicional pirámide invertida y reconstruir el texto a partir de datos en apariencia menores. El objetivo era (sigue siéndolo) provocar en los alumnos un quiebre, un encontrarse ante la puerta al caos que les permitiera liberarse de ataduras formales y elaborar sus textos con lo percibido por sus cinco sentidos. “Eran las once de la noche. Iluminada por el televisor parpadeante, se quitó los zapatos, trepó al marco de la ventana y se lanzó al vacío oscuro, sin retorno”. Así ejemplificaba el comienzo de un relato imaginario del suicidio de una adolescente. Recién a partir de allí, los datos crudos, el cuándo, el qué, el quién, el dónde, el cómo, el porqué, el para qué. “El rostro de Estela González está marcado de tanto llorar”, comienza la introducción a la entrevista con la mujer del gasista de Rosario. Así, breve y bello, queda expuesto el clima (página 40). “En la foto se lo ve feliz, orgulloso, de traje y corbata, bailando el vals con su hija Agostina, que ahora tiene 21 años”, comienza la breve historia de vida de Hugo Montefusco, uno de los muertos (página 42).
Humanidad, dolor, como lo pedía García Márquez.

Presos no políticos. El lector Barbatelli (ver su carta en página 34) me atribuye desconocimiento acerca del Código Penal, de la Constitución Nacional y de la Ley de Ejecución Penal vigente en la Justicia Federal. Me veo en la necesidad de responderle:
Es correcto que la Constitución dice lo que dice en su artículo 18 acerca de la aplicación de penas con retroactividad. Pero hay límites a ello, y el principal es la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, establecida por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidad en su sesión del 26 de noviembre de 1968 y ratificada por nuestro país, así como otras normas jurídicas internacionales del mismo tenor. Para completar el punto, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y los indultos presidenciales de los 80 y los 90 dejaron suspendidos los términos por imposibilidad de continuar con los juicios hasta la pasada década.
Lo establecido en los artículos 147 y 148 del Capítulo IX de la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad 24.660 deja en claro que, si bien los internos con condena firme (como es el caso en cuestión, y a prisión perpetua) pueden optar por ser atendidos en establecimientos del “medio libre”, y requerir a su cargo la atención “de profesionales privados”, ello queda sujeto a la decisión final de los jueces. En este caso, además, se dictó una medida limitativa tras la fuga del Hospital Militar Central de otros presos en similares condiciones. Aldo Martínez Segón –de él se trata en este caso– es uno de ellos.