Durante los diez años que pasamos con mi mujer sin tener hijos padecí el acoso de un tío bastante joven que, en las sobremesas, cuando a veces quedábamos solos, se me acercaba y me empezaba a preguntar por qué no teníamos hijos. Lo hizo durante varios años hasta que finalmente le informé una tarde, bajo una parra, en un campo, que estábamos esperando uno. Se emocionó. Pero cuando vino el hijo y necesité de su ayuda por múltiples motivos –los hijos no son de una persona, son de la tribu, dice un proverbio Zulú– el tío en cuestión se hizo humo.
Comprendí que no hablaba el tío sino que era la naturaleza la que lo usaba de karaoke. Lo único que quiere la naturaleza es que te reproduzcas, sea como sea. No me gusta la gente que opina sobre la vida de los demás sin ponerse en el lugar del otro.
Brittany Maynard, atacada por una enfermedad terminal muy dolorosa, decidió suicidarse tomando dos pastillas, rodeada de sus seres queridos y en su dormitorio. Los juristas del Vaticano, siempre atentos a estos hechos de dignidad, salieron a condenar el gesto.
Como nuestro tío, opinaban si asumir ningún tipo de responsabilidad posterior. Hasta donde sabemos, el mundo es una ficción poderosa e insondable.
La posibilidad de determinar cómo morir es uno de los logros supremos que pueda conseguir una persona. La única posibilidad de resucitar es en este mundo. Brittany, de alguna manera, lo logró. Aunque muchos no lo entiendan.