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El desencuentro

La Feria del Libro –se suele decir– es un encuentro entre el autor y el lector. Mala idea. No es que no recomiende ir a la Feria, lo que no recomiendo es ir a conocer personalmente a los autores.

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La Feria del Libro –se suele decir– es un encuentro entre el autor y el lector. Mala idea. No es que no recomiende ir a la Feria, lo que no recomiendo es ir a conocer personalmente a los autores. En general uno se arma una imagen personal del autor, a medida que va leyendo sus libros y sus entrevistas. Uno infiere o deduce al autor con la información que le brinda su ficción, su voz narrativa, sus personajes; uno se va preguntando: “¿Esto le habrá pasado?”, y se contesta que quizá sí, que le pasó realmente. Ese costado medio voyeur que tenemos como lectores inclina el plano de la lectura y muchas veces nos hace seguir leyendo, nos alienta la curiosidad, el morbo. Es una curiosidad legítima. Así armamos un autor. No es lo mismo mi Camus que el Camus que se había imaginado una amiga de mi madre, que contaba que tenía la foto en la mesa de luz. Y lo que permite esa libertad imaginativa es que Camus murió en 1960 sin que hayamos podido ir a escucharlo ni darle la mano (estuvo en Buenos Aires, pero en el 49 y brevemente, porque fue censurado por el peronismo).

Si no conocemos al autor como persona, podemos leer armando como queremos el gran rompecabezas de su vida y su personalidad. Por eso, si estaba pensando en ir a ver a su autor preferido, le aconsejo que no vaya. Esos encuentros son siempre un desencuentro. Mejor léalo, dedúzcalo, proyecte sobre él o sobre ella todo lo que le parezca; adivínelo, invéntelo, mejórelo. Si insiste, se va a desilusionar. Va notar que su autora preferida tiene demasiada peluquería encima, demasiada bijou (ahora se dice accesorios) y tiene un tic con el pelo, y las pulseras enormes le hacen ruido cada vez que se arremanga entusiasmada para contestar las preguntas que ella misma redactó. Y cuando vea al autor que la desvela, y vea la panza y la pelada que no se veían en la foto... Y cuando los escuche repetir las respuestas ocurrentes que ya dijeron en entrevistas anteriores… Y cuando los note antipáticos, o demasiado simpáticos, demasiado presentes, sin misterio, pisoteando para siempre la idea admirable del autor que usted con tanta pasión se había formado…

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A los autores hay que leerlos, no conocerlos. Imagínese ir a verlo a Shakespeare a la Feria del Libro. Ahí está William con su barbita candado, y al final usted se le acerca y le dice que le gustaría hacerle una entrevista para una revista barrial. Y él le contesta que gracias pero que no puede porque está recién saliendo de una gastroenterocolitis. O peor, acepta, da la entrevista y es un plomo. Después de eso, ¿cómo seguir leyendo igual a William Shakespeare?

Una vez vi a una chica leyendo un libro mío en el colectivo. Casi le pegunto si le estaba gustando, casi le digo que yo era el autor. Pero algo me detuvo. Me pareció que yo no tenía por qué interrumpir esa tranquilidad de la lectura, no tenía por qué entrometerme entre ella y la voz que ella estaba armando o casi inventando con mi texto. No tenía por qué entrometerme entre ella y las palabras. El libro era de ella, no mío. Creo que si estoy leyendo en el colectivo y un tipo a mi lado me dice “Yo escribí ese libro” pegaría un salto, como si se materializara el genio de la lámpara. Por eso me bajé sin decir nada.