Entré en la librería y me intrigó la tapa de un libro llamado Moju: la bestia ciega y sobre todo el nombre del autor, un tal Edogawa Rampo que sonaba muy raro. Pablo Pazos, el librero que conoce todos los libros, me dijo que yo debía recordarlo, porque sobre ese autor los japoneses habían hecho unas famosas películas gore, llenas de sangre y mutilaciones. Pazos no tomó en cuenta que yo vi menos películas de las que él supone y que tampoco me acuerdo de las que vi hace más de una semana. Pero, de todos modos, compré el libro.
La primera sorpresa fue que el autor se llamaba en realidad Hirai Taro (1984-1965) y eligió el seudónimo porque admiraba a Edgar Allan Poe, que pronunciado por un japonés suena como “edogawarampo”. Taro o Rampo fundó la asociación de escritores de misterio, era muy famoso en su país y fue largamente adaptado al cine.
Como lo demuestra La bestia ciega, que trata sobre un escultor ciego que secuestra a una modelo; su estilo era el de un productor de pulp fiction bastante adocenado, un practicante de la violencia, el erotismo y la misantropía agresiva y sarcástica propios del género en otras partes del mundo allá por la fecha de publicación (1932). Contra los intereses editoriales, el primero en dudar del talento literario de Rampo es el autor de la introducción al libro, quien se dedica a reseñar brevemente vida y obra del autor y luego pasa a hablar de la versión cinematográfica de La bestia ciega dirigida por Masuzo Masumura en 1969, a la que califica como una “sublime obra maestra del cine” (una frase altamente sospechosa).
Como vivimos a un click de todo lo que la curiosidad nos impulsa a ver, oír o leer (una condición fabulosa que nos desborda y no alcanzamos a administrar como correspondería) bajé inmediatamente la película, que resultó una relativa decepción y no mucho más lograda que el libro. A juzgar por Moju, Masumura parece uno de esos maestros japoneses de segunda línea, a quien (según propia confesión) le interesaban más las ideas que las imágenes. Aunque según los especialistas (entre ellos Diego Brodersen) tiene obras mejores, Masumura se pierde entre la ideología y la explotación sensacionalista y la película resulta un poco solemne, una especie de slasher académico (la novela tiene, en cambio, el humor perverso de las ilustraciones que la acompañan). En el camino pierde el hilo de lo que verdaderamente le interesa, que es la libertad de los individuos para llegar al límite de su propio deseo, que en este caso se consuma en un pacto de sadomasoquismo, mutilación y muerte.
De todos modos, tanto en el libro como en la película (que se aparta mucho del argumento original) hay un mismo centro y es el tema del artista obsesionado con que el mundo mire su obra con otros ojos, en este caso los de un ciego que quiere imponer el tacto como juez estético supremo. Estos días compré otro libro, la nueva traducción al castellano de Queer de William Burroughs, un tipo tan demente como el escultor ciego de Rampo, con una vida extrema y una obra a espaldas de las convenciones que se empeñó en hacer leer con una mirada nueva. Claro que, a diferencia de la novela de Rampo y del libro de Masumura, Queer es una sublime obra maestra de la literatura. O casi. De vez en cuando está bueno recurrir a una de esas frases sospechosas.