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El día después del derrumbe

El jueves pasado comenzó el Primer Encuentro de Crítica y Medios de Comunicación que organiza el Gobierno de la Ciudad y que cierra hoy por la noche. Más allá de ciertas objeciones (¿por qué las disertaciones de la mañana tuvieron acceso restringido y sólo las mesas de discusión de la tarde fueron abiertas al público? ¿Por qué las jornadas no fueron mejor comunicadas en los medios?), el encuentro logró reunir, por cuatro días, a críticos, editores y escritores de primer nivel, tanto de la Argentina como del extranjero.

Tomas150
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El jueves pasado comenzó el Primer Encuentro de Crítica y Medios de Comunicación que organiza el Gobierno de la Ciudad y que cierra hoy por la noche. Más allá de ciertas objeciones (¿por qué las disertaciones de la mañana tuvieron acceso restringido y sólo las mesas de discusión de la tarde fueron abiertas al público? ¿Por qué las jornadas no fueron mejor comunicadas en los medios?), el encuentro logró reunir, por cuatro días, a críticos, editores y escritores de primer nivel, tanto de la Argentina como del extranjero. Organizado por Rodolfo Fogwill, viajaron especialmente a Buenos Aires los chilenos Alejandro Zambra, Andrés Braithwaite y Matías Rivas, los españoles Constantino Bértolo (foto) e Ignacio Echevarría, y la cubana Zaida Capote, entre muchos otros narradores, periodistas y académicos.
Echevarría fue quien se encargó de abrir las actividades durante tres días seguidos, con una exposición tripartita: “Quién habla en la crítica”, “De qué habla la crítica” y “A quién habla el crítico”. Detrás de él, el jueves 27, Bértolo, director literario del sello Caballo de Troya (una editorial con perfil independiente del grupo Random House Mondadori), habló sobre “El editor como crítico frustrado”. Entre las sombras de la platea se movían Elvio Gandolfo, Nora Catelli, Alejandra Laera, Damián Tabarovsky, Daniel Divinsky, Carlos Schilling, Osvaldo Aguirre y un silencioso César Aira. Bértolo batió un récord: leyó las treinta y cinco carillas de su exposición sin que nadie se moviera de su lugar (bueno, salvo Aira, que en algún momento se evaporó, fiel a su costumbre cenicienta), gracias a un texto en el que trazó un agudo estado de situación de la industria editorial en España. “Hoy el mercado no es un lugar de encuentro de la oferta y la demanda, sino el medio de producción tanto de la oferta como de la demanda. Hoy no se produce para el mercado sino en el mercado”, arrancó Bértolo. Y señaló a 1980 como el año en que en España la literatura “se arroja en manos de las sirenas del mercado”, en que “la narrativa se normaliza, la obligación suprema pasa a ser ‘divertir al lector’, las fronteras entre la industria editorial y la literatura se diluyen, y se decreta que la vanguardia es el mercado”. Desde entonces, en su opinión, es el “existencialismo cursi” el tono dominante de la literatura de su país. Luego, estableció una particular taxonomía de la crítica literaria: según él, existen los “catadores” (publicistas maquillados cuyos gustos coinciden con el gusto dominante); los “guardianes” (esa especie en vías de extinción cuya fuente de legitimidad es la literatura con mayúsculas) y los “tribunos” (en verdad, una especie ya extinguida, al haber desaparecido el bien común al que deben dirigir sus opiniones, barrido por el pensamiento hegemónico). En estas condiciones: ¿qué críticos deberían preferir hoy los editores? “No me queda más remedio que preferir que siga habiendo guardianes de la sagrada literatura”, respondió Bértolo (aunque luego confesó aceptar gustoso la ayuda publicitaria de los catadores más perspicaces, claro).
Sus palabras (que, junto a las demás ponencias, fueron filmadas y tal vez sean recogidas en un libro) sirvieron para explicar por qué, a pesar de todo, hay quienes mantienen viva la pulsión de un oficio como el del editor literario, y de un arte como la literatura. Un arte que, como supo apuntar utópicamente, “se parece mucho a una casa en ruinas. Espléndidas ruinas entre las que permanecerán los materiales con que construir una nueva casa que nos cobije. Una casa donde no habrá suelos encerados para que resbalen los advenedizos, ni salones que atemoricen, y donde la biblioteca no será de disfrute privado y la lectura será compartida”.