Hay un cuento de Nataniel Hawthorne que recurrentemente viene a mi mente, cada vez que siento la tentación de tirar a la basura lo que tengo escrito o lo que estoy escribiendo. El cuento es El diablo en el manuscrito, en el que un joven escritor, cansado de los rechazos editoriales, cede al impulso de prenderles fuego a sus manuscritos. Nadie siente mayor estima por sí mismo que un mal escritor, y es por eso que Oberón se ensaña con su propia obra. Detesta todo lo que salió de su cerebro convertido en palabras y desea que sus manuscritos desaparezcan de su vista. Entonces les prende fuego, pero mientras el fuego devora sus papeles, el viento se lleva lejos las chispas, y estas provocan un incendio que termina devorando toda la ciudad. Y entonces Oberón, triunfal, imagina que podría describir aquella maravillosa escena en un libro, sin recordar que un instante antes había jurado no volver a escribir nunca más.
Me atraen los escritores que prendían fuego a sus manuscritos (hoy no hace falta un gesto tan heroico, basta oprimir una tecla: el gesto ha perdido todo rasgo heroico, volviéndose tan banal como escribir un guión). Kafka no entra en la lista, no tuvo el valor o no pudo hacerlo, y le encomendó la importante tarea de quemar toda su obra inédita a su amigo Max Brod, y todos sabemos lo que pasó. Tampoco Nabokov, quien también, falto de valor o impedido de hacerlo, le pidió a su esposa Vera que quemara el manuscrito de Laura (finalmente Dimitri, el hijo de Vera y Vladimir, publicó El original de Laura sin el consentimiento de nadie, porque tanto mamá como papá estaban muertos, y luego de amenazar con lanzarlo al fuego, atermorizando a todo el universo, lo publicó en 2009). Ni Emily Dickinson, quien le pidió a su hermana Lavinia que quemara todos sus papeles (pero Lavinia, como buena victoriana, solo destruyó la correspondencia: hace falta mucho más que valor para prenderle fuego a 1.800 poemas, sin importar de quién sean, pero siendo de Emily Dickinson se necesitaría un corazón de piedra y el aliento de fuego; creo que ni un dragón hubiese podido).
Bulgakov quemó la primera versión de El maestro y Margarita y también sus diarios, atemorizado por una investigación que había emprendido la OGPU (la precursora de la KGB). Bulgakov amaba la estufa, decía que era su consejera editorial favorita (“Nada rechaza –escribió en una carta–, absorbe por igual los recibos de la tintorería, las cartas inacabadas e incluso, ¡oh vergüenza!, la poesía”). Stevenson quemó el primer borrador de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, porque a Fanny Van de Grift, su esposa, no le gustaba. Gogol quemó la segunda parte de Almas muertas, no una sino dos veces. Joyce no quemó Stephen el héroe gracias a que Nora Barnacle, su esposa, salvó el manuscrito de la hoguera (eso dicen).
El caso de Lord Byron es más complejo: cuando Lord Byron escribió sus Memorias, se las mandó a su amigo Thomas Moore, explicándole que no debían ver la luz hasta después de su muerte. Hubo revuelo, ruidos: mientras que Moore quería publicarlas, otro de los amigos de Byron, John Hobhouse, se negaba porque alegaba que dañarían la reputación del poeta. Se sumó a la discusión John Murray, el editor de Byron, y luego de encarnizadas discusiones decidieron hacer desaparecer el manuscrito: las llamas abrazaron las reflexiones íntimas de uno de los poetas más importantes del siglo XIX.
Mayor es el talento, mayores son las dudas. El más grande poeta de Rusia, Aleksandr Pushkin, tenía muchas. Los que tuvieron ocasión de espiar sus borradores dicen que están llenos de páginas arrancadas de cuajo. Pushkin combatía la duda con el fuego: quemó la segunda parte de su famosa novela Dubrovski, los borradores de La hija del capitán y su poema Los ladrones. “Quemé Los ladrones –¡se lo merecían!–”, escribió Pushkin en una carta al poeta y crítico Alexander Bestuzhev en 1823.