COLUMNISTAS

El dilema de Macri

Está bien que Mauricio Macri saque lecciones positivas del manejo de una ciudad como Londres y quiera aprender y emular los logros de Madrid. Son miradas enriquecedoras para un gobernante comprometido con un urbanismo de calidad superador de la tétrica situación de los problemas de la Ciudad de Buenos Aires.

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Está bien que Mauricio Macri saque lecciones positivas del manejo de una ciudad como Londres y quiera aprender y emular los logros de Madrid. Son miradas enriquecedoras para un gobernante comprometido con un urbanismo de calidad superador de la tétrica situación de los problemas de la Ciudad de Buenos Aires.

No se debería menoscabar ese apetito de conocer realidades y planes que anima ahora al jefe de Gobierno de la capital argentina, incluso a pesar del criterio de folclóricos nativistas, que desestiman todo intento de aplicar en esta latinoamericana ciudad las lecciones civilizatorias de ricas urbes europeas.

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Pero un problema importante de los proyectos gubernativos de Macri es que, a estas alturas, sus acciones parecen más conectadas con ganar la Presidencia de la Nación en 2011 que con completar dos mandatos exitosos en la Capital. Es una auténtica condena nacional: casi todos los dirigentes políticos relativamente exitosos dicen querer una cosa cuando, en verdad, aspiran a otra.

El primer jefe de Gobierno porteño tras la reforma constitucional de 1994, Fernando de la Rúa, llegó al cargo el 7 de agosto de 1996, apenas un peldaño en su campaña para ir por el poder nacional, al que llegó con la Alianza el 10 de diciembre de 1999, dejando en el cargo a su vice, Enrique Olivera, ocho meses antes de terminar su mandato.

Los líderes macristas reiteran el mismo desdén por el mandato original: Macri quiere ser candidato presidencial en 2011 y Gabriela Michetti, su vice, ya avisó que es muy factible que renuncie este año, para ser legisladora, dos años antes de culminar su período.

En una cultura política de este tipo, nada alcanza, es suficiente, ni importa en sí mismo. Según estos cálculos y ambiciones, siempre hay una excusa y una racionalización sagaz para abandonar la tarea. Y aunque Macri terminara prolijamente su primer mandato, si se presenta para ser presidente argentino en 2011, es obvio que su período porteño estará condicionado por su aspiración de posicionarse como candidato nacional. Ya a principios del año que viene tendría que estar trabajando para llegar a la Casa Rosada. Con Michetti legisladora, ¿quién gobernaría la Ciudad?

Los viajes que le diagrama a Macri su “canciller en las sombras”, Diego Guelar, parecen giran sobre la estrategia de que la Ciudad de Buenos Aires es una palanca para capturar el premio mayor. Expresión de debilidad intrínseca de una democracia anómica e infiel al mandato ciudadano, este circuito es proverbial en todo el espectro ideológico argentino. En este punto, el gobierno de Macri no se diferencia en nada de lo que hace dos años la campaña de PRO denominaba, despectivamente, la “vieja” política.

La política verdaderamente nueva sería una en la cual los mandatarios fueran tenazmente leales a los ciudadanos que los eligen y no se dejaran acosar por sesudos estrategas que los instaran a despreciar los objetivos municipales, palabra desesperantemente prostituida por dirigentes y periodistas, que la han convertido en sinónimo de causa chica, pequeña y mediocre, en aras de un cargo supuestamente más importante.

Transformar una ciudad de la escala y pretensiones de Buenos Aires justificaba un compromiso magno y concentrado exclu-yentemente en el foco de un distrito confinado a la condición de juguete predilecto de los gobernantes nacionales, sobre todo los que llegan al poder federal sin haber nacido porteños. A esa idea renuncian Macri y Michetti al anunciar, a poco de iniciar el segundo año de su mandato de cuatro, que están de paso en sus actuales despachos citadinos. La Ciudad termina siendo, en definitiva, poca cosa; atractiva y mediática, sí, pero secundaria.

Debe ser por eso que los ímpetus renovadores que desplegaron tras el formidable triunfo del 24 de junio de 2007, cuando nada menos que el 62 por ciento de los porteños los llevó al palacio comunal, como primeros gobernantes votados de la Ciudad sin provenir de los partidos habituales, se han ido atenuando visiblemente.

Además de la serie infinita de zancadillas, obstrucciones y celadas que le tendieron y le seguirán armando a Macri, con la mayor mala fe del mundo, los ocupantes de la residencia de Olivos para trabar la gestión porteña, varios objetivos de PRO siguen en veremos, melancólicamente borroneados o relegados, y no sólo por culpa de los Kirchner. Para muestra basta apuntar la ciénaga en la que se empantanó el Gobierno de la Ciudad con el mobiliario urbano, batalla para la transformación del escenario metropolitano que involucraba definiciones urbanísticas, económicas y estéticas de fenomenal importancia y en la cual el macrismo no supo defenderse, ni explicarse, ni avanzar.

Pero si en algún escenario es dolorosamente evidente la falta de avance, al margen de superficiales y poco sólidas consignas de propaganda, es en la recolección de residuos, ámbito que exhibe sin maquillaje la suciedad ambiente, la desidia civil y la incompetencia de la gestión.

La Ciudad de Buenos Aires, y sobre todo los barrios menos privilegiados y más ajenos a los medios, exhibe una suciedad incrustada y aparentemente incurable. Si bien la situación de los cartoneros como fenómeno social escapa largamente a la responsabilidad y posibilidades del Gobierno de la Ciudad, el macrismo ha reunido en cantidades iguales unas dosis de ingenuidad y falta de rigor para encarar –al menos– el desempeño de las empresas recolectoras, cuyo nivel de prestación de servicios es de una calidad calamitosa.

Lo que el jefe de Gobierno no puede justificar es que, tras catorce meses de gestión, los camiones sigan recogiendo la basura bien avanzada la madrugada y que –mucho más indignante– la división de la Ciudad en clases sociales haya sido consagrada: si Macri, además de maravillarse con la deslumbrante Londres, recorriera Buenos Aires de medianoche, comprobaría que, a la misma hora en que la esquina de avenida Alvear y Parera brilla de limpieza, la de Solís y Belgrano, a ocho cuadras del Congreso, suele ser un basural a cielo abierto.

Tiene derecho el ciudadano Macri a desear la Presidencia de la Nación y, como parte de esa ambición legítima, instalarse a nivel mundial. Pero si, además de visitar ciudades ricas y lejanas, inspeccionara, por ejemplo, a la vecina, entrañable y eficaz Montevideo, vería que en América del Sur se puede gobernar con verificable éxito ciudades más limpias, racionales y justas. Con una diferencia, además: el intendente de la capital uruguaya no se propone ser presidente de ese pequeño y admirable país.

Si Macri y Michetti decidieran quemar las naves y quedarse a gobernar la Ciudad de Buenos Aires como proyecto excluyente, harían una revolución política y ética en la Argentina. En 2015, Macri tendrá apenas 56 años.


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