Recuerdo una Navidad en la que vino a pasarla a nuestra casa un amigo de mi papá que, según se nos había advertido, estaba deprimido. No recuerdo las causas de su depresión, pero sí que ésta resaltaba en su figura opaca, delgada, triste, en contraposición a nuestra familia llena de parientes dispuestos a celebrar la Navidad. Me acuerdo de que pensé –yo era muy chico–: “No quiero nunca llegar a ser en la vida como El Hombre Solo”. Cuando pasó el tiempo, el amigo de mi papá se suicidó en las playas del Atlántico.
En la Navidad más fría de Londres que se recuerda, el crítico A. Alvarez pasó a visitar a su amiga Sylvia Plath que se había mudado a su nueva casa. Escribió esto describiendo el departamento, en su hermoso libro de ensayos sobre el suicidio titulado El dios salvaje: “Era bastante hermoso, a su casta y despojada manera, pero frío, muy frío, y los añadidos de torpe ornamentación navideña duplicaban el aire de desahucio, como si cada uno repitiera que ella y los niños pasarían la Navidad solos”. Para los desdichados, la Navidad siempre es un mal trance: la terrible alegría falsa que ataca por todos lados, con su alharaca de buena voluntad, paz y diversión familiar, vuelven la soledad y la depresión especialmente difíciles de aguantar.
Ya sabemos cómo terminó Sylvia. Alvarez se lamenta de no haberse quedado con ella a pasar la Navidad porque tenía un compromiso anterior. Nunca la volvió a ver con vida.
Durante mucho tiempo pensé que haber invitado al Hombre Solo a pasar la Navidad con nosotros no fue un consuelo sino un empujón preciso que el guionista particular que cada uno tiene le dio de manera definitiva. “La muerte –dice un aviso publicitario de una agencia de seguros yanqui–, es la forma que tiene la naturaleza de decirnos que aflojemos el paso”.