En los tiempos que corren, continúan escuchándose discursos que uno desearía que hubiesen sido borrados por el tiempo. No para ignorarlos sino porque los discursos apuntan a temas y argumentos que hace más de un siglo se discutían con palabras parecidas. La diferencia entre el ayer y el hoy radica en una sociedad con fuerte crecimiento económico como en el Primer Centenario, a pesar de haber superado dos crisis profundas, la de 1880 y 1890, y con una profunda fe en el progreso indefinido. Progreso que la elite se preocupó, y mucho, en mostrar al mundo. Ese progreso, traducido en inmigrantes enriquecidos, en casos de movilidad social ascendente ocultaba, detrás del fasto de una ciudad capital monumental diseñada a imagen y semejanza de la elite oligárquica, una pobreza profunda. Pobreza reflejada en los conventillos –muchos sin un solo baño– en los ranchos, en las calles sin asfaltar, en las extensísimas jornadas de trabajo no sólo de los varones, sino de las mujeres y los niños. En la Argentina de la opulencia las remesas ahorradas con el sudor y la deprivación del consumo de los inmigrantes extranjeros, en su mayoría italianos y españoles y enviadas a sus familias en sus países de origen, no superaban lo que gastaba en el exterior la oligarquía y los hijos de oligarquía, los más “distinguidos” educados en Francia, Inglaterra o Suiza.
Mientras la inseguridad ganaba las calles, ocupadas por grupos de niños y adolescentes, lustrabotas, vendedores de diarios o aprendices de futbolistas. Hijos de trabajadores y trabajadoras, que una vez liberados de la tarea escolar ganaban un peso extra para el hogar. Las diatribas y los coros contra estos niños fueron continuas y todavía se escuchaban en la década de los treinta, después de la grave crisis de 1929/30 y en los comienzos de los 40, supuestos remedios para aislarlos sometiéndolos a juicio por vagancia y mendicidad.
La Argentina de hoy es mucho más pobre que la del Primer Centenario, no así la concentración de la riqueza, igual o peor que ayer.
Pobreza y riqueza constituyen dos caras de una misma moneda. La primera está estrechamente ligada a la concentración de la riqueza. Si los ricos no pagan los impuestos que deben –y el Estado como debiera– no se los exige, aplicando leyes severas con penalidades y cárcel, como en los países civilizados del mundo, será no sólo difícil sino imposible alcanzar un país justo y equilibrado. La inversión en educación en todos los niveles y salud supone mecanismos de distribución del ingreso importantes además de los salarios de bolsillo y en “blanco”. Esto para mencionar sólo superficialmente el problema de la vivienda, otra de las cuestiones dramáticas agudizada día a día. Un aumento sustancial (para no decir revolucionario, palabra caída en desuso) en las inversiones en esos sectores disminuiría la pobreza y la marginalidad.
Y con ello disminuiría, con seguridad, la tasa de delincuencia, sabiendo que ella se anida en los bolsones de marginalidad, y no en los de pobreza. Los pobres son las víctimas y no los victimarios. Los ricos son los que no cumplen con el pacto social, ese que dice que todos somos argentinos –aún los tantos extranjeros que todavía somos– y tiramos de la cincha para el mismo lado… Incluso la policía o la gendarmería y la justicia dependen del presupuesto del Estado y por supuesto, del los impuestos que debieran pagar los que más tienen, los que más ganan. Los mayores evasores de impuestos, con cuentas en paraísos fiscales o fuera del país, vociferan desde sus barrios cerrados exigiendo más seguridad. Y lo peor, muerte al que mata.
A su vez los contenidos de los discursos políticos padecen la misma enfermedad: la superficialidad y el engaño. Todos afirman la necesidad de combatir la inseguridad y la pobreza. Ninguno dice cómo se va a hacer, porque para eso deben sincerarse y bajar a la dura realidad. La sociedad en su conjunto necesita de la verdad porque si la convivencia social se resolviera por la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente ¿qué pasaría si los pobres exigieran muerte a los que no pagan los impuestos?
*Director General. Archivo General de la Nación. Autor del libro Eramos tan pobres...