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HERRAMIENTA DE MANIPULACION

El discurso del calamar

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Si un desprevenido lector argentino actual encontrara el ensayo de George Orwell La política y la lengua inglesa, incluido en la antología Matar a un elefante, podría creer que fue escrito hoy y aquí. Y no le faltarían razones. Pero Orwell (seudónimo de Eric Blair), británico, nacido en la India, de madre birmana, murió en 1950, a los 47 años, y este texto es de 1946. Socialista, educado en Inglaterra, combatiente antifranquista en la Guerra Civil Española, periodista, novelista, ensayista, hombre de sólidas actitudes morales y cuestionador de los dogmas ideológicos, despliega en apenas dieciocho páginas argumentos irónicos e implacables para mostrar, según sus palabras, que tanto “el discurso oral como el discurso escrito de la política son, en gran medida, la defensa de lo indefendible”, fuentes de eufemismos, interrogantes y “mera vaguedad neblinosa”.

Cuando un político habla, dice Orwell, “de su laringe brotan los sonidos apropiados, pero su cerebro no participa de la operación”. Ese lenguaje está diseñado, según este insobornable intelectual, “para que la mentira suene a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable; para dar aspecto de solidez a lo que es viento”. Su novela 1984 (escrita en 1948), una inspirada y demoledora distopía que hoy puede leerse como obra realista y contemporánea, afirmaría la preocupación de Orwell por el devastador poder del lenguaje como herramienta de manipulación masiva.
El discurso político se construye con frases hechas, con metáforas viejas, con párrafos inflados de palabras sin sentido, con imágenes que chocan entre sí, destruyéndose y aniquilando cualquier significado. Orwell da ejemplos reemplazables por otros, actuales y locales, como “corporación mediática”, “enemigo oculto”, “populismo democrático”, “intereses creados”, “bases programáticas”, “escuchar a la gente”, “nacional y popular”. Lo que, con su agudeza, su solidez argumental y su conocimiento lingüístico él no hubiera sospechado es que se podría alcanzar cumbres de aberración expresiva como las de Carta Abierta en cada uno de sus mamotretos de pseudofilosofía y pseudopolítica.

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El ensayo es un saco de medida para el equipo gobernante, empezando por la Presidenta y terminando en los insólitos galimatías del jefe de Gabinete, los que hubiese envidiado Fidel Pintos. La mentira empobrece el lenguaje, y un lenguaje devaluado corrompe a su vez el pensamiento, dice el autor de Rebelión en la granja. “El gran enemigo de una lengua clara es la falta de sinceridad”, añade. La descripción del encuentro entre la Presidenta y el Papa como un coloquio celestial, ajeno a los temas y dolores terrenales, y cimentado por un “lenguaje común”, ilustra perfectamente el punto. Según el ensayista, si los objetivos que se proclaman son opuestos a los que se persiguen, nace una fraseología confusa, inconsistente, que encubre y distrae, como la tinta que escupe el calamar para ocultarse.

También corrompen el lenguaje los que callan a destiempo o dicen poco y pobremente. Es lo que hace en nuestro país la oposición. A la hora de hablar o escribir, oficialistas y opositores se valen de lo que Orwell denuncia: 1) metáforas moribundas, viejas, gastadas o insignificantes; 2) afirmaciones banales y rimbombantes; 3) dicción pretenciosa y 4) palabras carentes de significado. El sentido lleva a la palabra, y no al revés. Un ejemplo de Orwell: la palabra democracia. Se la supone elogiosa, de modo que si un régimen se dice democrático, los gustadores (y gastadores) del término ponderarán a ese país aunque en él se cometan atrocidades antidemocráticas. En 1946, el autor pensaba en la URSS o en la Francia de Petain. Hoy vale para la “democracia bolivariana”, la cubana, la nicaragüense, el populismo autoritario nac & pop y demás fenómenos por el estilo. Y para quienes temen cuestionarlos para no parecer “fascistas”. Esta es otra palabra que adquiere sentido a la luz de los hechos y no sólo de su pronunciación. Como todas.

*Escritor y periodista.