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El dólar frutilla

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La suba del dólar | NA

Qué alivio momentáneo producen las frutas de estación. Por unos días, o pocas semanas, se tiene la impresión de que la vida vuelve a la normalidad. La sonrisa se manifiesta nuevamente en las pequeñas compras. El intercambio es ameno, sin resquemores. Por un rato el presente deja de ser un tormento. Ya no se pregunta por el hoy (“Buen día, a cuánto está hoy…?”), lo que importa es el hallazgo. Una nueva fruta o verdura, de colores vívidos porque están en su mejor momento y no pintadas para la ocasión. De esta manera, el deseo acompaña la necesidad: quiero lo que está al alcance de mi billetera. No más añoranza por la palta. ¡Ni las papas! Ahora son otras las verduras y las frutas. La estación proclama diversidad. Dejar de comer siempre lo mismo, que los sabores se desprendan de las oportunidades. Es un refugio de días; una brevísima vivencia de abundancia, de estabilidad. Basta de miradas esquivas, que los precios se digan abiertamente, sin especulaciones ni bufidos. No es necesario caminar cuadras para conseguir algo más razonable. A cada verdulería sus clientes, los diálogos recuperan su cotidianidad, los bolsillos ya no parecen agujereados. 

No vengo a proclamar una utopía. Esta visión amable del buen mercado, de la mejora de los intercambios, provino de mi sobresalto ante la magnificencia de las frutillas.

Otra vez Alicia

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Caminaba sin rumbo fijo y pasé frente a una verdulería. Me impactó la combinación de colores y formas. Seguramente el empleado había estado horas disponiendo la mercadería; pero a su vez, se hacía notar la prodigalidad de la naturaleza; una oleada de aromas entremezclados remitía a formaciones de árboles frutales, a huertas remotas. La parte por el todo. Pero lo que más llamó mi atención fueron los cajones repletos de frutillas. Tenían aspecto jugoso, bien rojas y armadas. Las miré rápidamente, como quien desestima una ilusión. Mejor ni pensarlo. Ya bastante con descartar la palta. No estamos para desvíos onerosos. Y de golpe, leí: “Dos kilos, mil pesos”. Me detuve en seco. O más bien, jugada. Ya no importaba lo que tuviera que hacer. Ahí había una propuesta. Volví a leer el cartel. Efectivamente, 500 pesos el kilo. ¿Cómo podía ser que algo tan rico fuera accesible? Se me presentaron en serie todas las manifestaciones de las frutillas. Primero solas, con la mano, sostenidas del cabito. Mojadas en azúcar, con crema, tortas, mermeladas. Otra vez miré el precio. Súbitamente la opresión de estos días, con la suba del dólar, la inflación galopante, los decires oprobiosos de algunos políticos convertidos prácticamente en injurias ciudadanas, todo el malestar inexpresable, mundano, constante, se diluía en una oferta razonable. No era solo una cuestión de oportunidad. Lo razonable tenía que ver con la sensatez. Un sentimiento perdido. De repente la verdulería se convertía en bolsa de valores, las frutas y verduras valían por sí solas, no tenían comparación. Se esfumaba la locura de lo intangible, lo inmanejable. La corrida cambiaria, la proliferación perversa del dólar: el oficial, dólar tarjeta, dólar turista, dólar CCL, mayorista, dólar MEP, dólar Qatar, la brecha cambiaria del 175 %... Lo que el “mercado espera” que suceda, como si la sociedad no pudiera esperar más nada.

Números y palabras

Agarré una frutilla y pensé en nuestra pobre moneda. Ni su nombre la designa. El peso no tiene peso. Y encima lo denigran para ganar las elecciones. Qué manera de bastardear lo propio, en estos días lo llamaron “excremento”.

Sin embargo, el cartelito seguía proclamando: “Dos kilos por mil pesos”. Un montón de frutillas con un solo billete. La dueña de la verdulería, viéndome tan sorprendida, dijo que podía servirme, que eligiera las que más me gustaban. La gente comenzó a arrimarse, contenta. ¡Qué bien se sentía la cuadra, como si fuera Buenos Aires! Llené las dos bolsitas, y al llevárselas para que las pesara, tuve ganas de agradecerle. Más allá de la conveniencia de las frutas de estación, me pareció que había buena voluntad en la oferta, incluso diciéndome que yo misma me sirviera.

Al irme, con el mejor peso del mundo, el de las frutillas, pensé: dólar frutilla, mi valor de cambio del día de hoy.