El cardenal Jorge Bergoglio se transformó en el papa Francisco el día de San José. No fue casualidad. El sintió el llamado de Dios al pasar frente a la parroquia de San José de Flores, en su barrio. José fue el esposo de la virgen María, la madre de Jesús de Nazaret. “José” viene de justo, del sentido de justicia que guarda fidelidad a la ley. Además, por su oficio, fue convertido en el santo del Trabajo. Dice Jairo con letra de Daniel Salzano: “Cuando José el carpintero/ supo que iba a ser papá/ levantó a María en brazos/ para ponerse a bailar”. José fue el padre terrenal de Jesús, el que lo protegió huyendo a Egipto cuando Herodes había decretado la mano dura. Por eso José es el patrono de la familia y también de la Iglesia.
Pero yo quiero hablarle de otro José, que no es santo pero que merecería serlo aunque fue un demonio. De José del Corral, el maestro de los chicos más frágiles que estaba a pocos metros del trono de Pedro. José y su amigo, el cartonero Sergio Sánchez, fueron los argentinos que más cerca estuvieron del flamante Papa. Más cerca que todos los reyes, príncipes y jefes de Estado más poderosos del planeta.
José dijo que supo ser “un ateo terrible” al que habían echado de siete colegios. Pero todo cambió cuando conoció al padre Jorge, que lo primero que hizo fue crear la Vicaría de la Educación. Un día en la Plaza de Mayo, delante de siete mil estudiantes, se puso el guardapolvos blanco que le regaló el maestro José. El mismo que vistió José ayer, casi al lado del Papa ante la extrañeza y, por qué no decirlo, la envidia de muchos que se creen mucho.
El maestro José contó que cuando el padre Jorge lo llamó por teléfono para despedirse porque se iba al Vaticano, como siempre le hizo una broma: “¿Voy preparando el bolso?”. Ambos rieron. Pero el docente José del Corral lloró cuando le avisaron que estaba invitado a la ceremonia de entronización de su amigo. Dicen que el abrazo que se dieron frente al altar movió los cimientos de la mismísima Capilla Sixtina.
El siguiente terremoto lo produjo el cartonero Sergio Sánchez, que estaba vestido con su uniforme de reciclador. La emoción volvió y fue millones de lágrimas. Sergio le recordó la última misa, rodeado de cartoneros, mujeres pobres y morochas de la Patria Grande arrancadas de la trata y la puta explotación. Muchachos renacidos del trabajo esclavo y costureras condenadas a la cama caliente y a un plato de lentejas que les pagan diseñadores vip. En esos tres argentinos, en Jorge el cura, José el maestro y Sergio el cartonero se podría resumir la Argentina de la esperanza, la Iglesia de los pobres para los pobres.
José del Corral y del pesebre, además, fue iluminado por la palabra justa como su antepasado de Belén, y dijo frente a un micrófono: “La revolución es él. Su vida es la revolución”.
Tuvo la sabiduría de decir todo en pocas palabras. Lo que hizo hasta acá y lo que tiene la misión de hacer de ahora en más son una tarea titánica. Un desafío que es como una gigantesca cruz sobre los hombros.
Deberá expulsar del templo a los mercaderes de la banca vaticana, a los inmorales que violan chicos y a los cómplices que los protegieron, a los jerarcas colaboracionistas de las dictaduras y los sacerdotes que asistieron a las torturas, y a los que abandonaron a los pobres como último orejón del tarro y prefirieron el lujo frívolo a la austeridad franciscana y republicana y al amor por los grasitas y los descamisados.
Si Francisco lo logra, habrá concretado una revolución, que es el nombre que los laicos damos a los milagros. En lo personal, y con su sola presencia, ya empezó a reconstruir esa Iglesia desfigurada en el rostro de Dios. Ya logró el milagro de tocar el cielo con las manos sin despegar los pies del barro.
Hoy Francisco está apenas un escalón abajo del reino de los cielos. Es el mismo que en el año 2009 dijo que “los derechos humanos se violan no sólo por el terrorismo, la represión o los asesinatos, sino también por las condiciones de extrema pobreza y las estructuras económicas injustas que originan las grandes desigualdades”.
Vox populi, vox Dei. La única verdad revelada es la realidad: el pueblo está con el Papa porque el Papa está con su pueblo. El milagro de la revolución parió una esperanza. Este país ya tiene Papa. Ojalá que el mundo tenga cura.