La atribución del Oso de Oro en el Festival de Berlín a la película brasileña Tropa de elite es uno
de los grandes escándalos del cine internacional, acaso el mayor en mucho tiempo. Se trata de un
film fascista que, con la excusa de mostrar con crudeza la batalla entre policías y
narcotraficantes en Río de Janeiro, incurre en la apología de la violencia policial, de la tortura
y del asesinato a mansalva. Por si alguien cree que la eventual calidad de un film lo pone a salvo
de cuestionamientos ideológicos, hay que decir que esta no es la oportunidad para discutir el tema:
la película es muy mala, apenas un compendio subdesarrollado de las series televisivas americanas.
Moralista, torpe en la narración, esquemática en sus planteos ideológicos, elemental en la
construcción de los personajes, molesta por el uso excesivo de la cámara en mano y definitivamente
insoportable por su apabullante voz en off, Tropa de elite es un mamarracho fílmico, cuyo único
rasgo de originalidad es la glorificación de los agentes del BOPE, cuerpo paramilitar de uniforme
negro y calavera como símbolo (como las SS), y de sus atroces métodos de entrenamiento,
investigación y combate.
La película fue un éxito absoluto en Brasil, donde hizo tres millones de espectadores legales
y un DVD pirata vendió diez millones de ejemplares. Give up your fucking sensibilities, advierte
una leyenda al espectador extranjero y, efectivamente, hay que dejar de lado toda sensibilidad
estética para digerir este bodrio masivo. Es absurdo ser ambiguo con un producto semejante,
rescatar una actuación o un tema musical o justificarlo por la actualidad del tema. Lo que
corresponde, en cambio, es preguntarse por qué una película así puede triunfar en un foro como
Berlín, que se declara esencialmente humanista y ha hecho un culto de la corrección política y de
la defensa de los derechos de las minorías.
Hay varias razones para explicar este premio absurdo, pero creo que la más importante es un
pacto tácito que opera desde hace mucho tiempo en el mundo cinematográfico: la celebración del
exotismo tercermundista. La explotación en la pantalla de la violencia y la miseria ha sido siempre
un gran negocio para los festivales y coproductores europeos y americanos, pero nadie como el cine
brasileño ha sabido aprovecharse de esa debilidad, para llamarla de alguna manera. Al principio fue
Glauber Rocha, gran poeta con enorme habilidad para las relaciones públicas, quien conquistó Europa
para el Cinema Novo, movimiento que dio algunas obras maestras y una colección de banalidades que
proclamaban su filiación de izquierda. Tocó el turno luego a un cine llamado “popular”,
que empezó con Doña flor y sus dos maridos y acabó en una escuela conocida como la pornochanchada.
En el curso de esos años se fue gestando una articulada unidad en la industria del cine brasileño,
cuyos productores lograron que la causa de sus bolsillos fuera defendida como la causa del pueblo y
de la nación.
Con el tiempo, el pacto se mantuvo, aunque el aspecto ideológico fue virando. De la
descarnada Pixote de Héctor Babenco se pasó a Estación Central, de Walter Salles y su mirada
conciliadora sobre el tráfico de órganos. Luego vino Ciudad de Dios y su glamourización de la
violencia en la favela, que abrió el camino a Tropa de elite, etapa predecible en la degradación.
José Padilha, el director, se hizo conocer con Omnibus 174, un documental que denunciaba la
violencia policial en Río de Janeiro. Pero rápidamente saltó a la ficción y también al otro bando
en la guerra de las drogas. Lo conocí hace algunos años. Es un tipo muy simpático, progresista,
articulado, moderno. Pero nunca supo filmar y ese es el verdadero problema. El mismo que aquejó
siempre a Costa-Gavras, cineasta atroz y presidente del jurado que otorgó el infame premio. Es que
negar la implacable gramática del arte engendra esa curiosa criatura que es el fascista por
ignorancia