“Nosotros hemos exiliado la belleza; los griegos tomaron las armas por ella”
De ‘El exilio de Helena’, ensayo de 1948; Albert Camus (1913-1960)
Según una teoría muy difundida y aceptada en el curioso mundo del fútbol local, lo mejor que puede hacer un equipo obligado a sumar puntos para salvarse del descenso es pasar por alto detalles menores como la estética o la lealtad hacia el adversario y lanzarse a ganar “cueste lo que cueste”, como baja línea la simpática tribuna. Todo se justifica en pos de un único fin: superar al otro como sea, y zafar.
Insólitamente este axioma no suele aplicarse con los que pelean el título, pese a que ellos necesitan del triunfo tanto como sus vecinos del subsuelo. Raro. Si esa infalible fórmula que impone la falta de límites para conseguir resultados es tan efectiva, ¿por qué los demás la desecharían? ¿Alguien haría algo así en este darwiniano fútbol criollo además del quijotesco Lanús? Difícil.
La verdad que finalmente se impone es la verdad del poder, solía escribir Foulcault; así que el ganador de turno siempre tendrá la chance de disimular sus pecados con algún piadoso eufemismo del estilo “fuimos inteligentes”. Mirá vos. Quizá hayan sido esos insufribles duelos “por cosas importantes” los que fomentaron el cada vez más sofisticado festejo final. Esta gente no se priva de nada: baile, trencitos, mímica, besuqueos, rondas. En fin... Todo sea por el espectáculo.
Podrá alguien decirme que los de arriba sí pueden arriesgar más porque sólo ponen en juego su acceso a la esquiva gloria y que de ninguna manera sufren la cruel amenaza de la degradación como sus desdichados colegas de abajo. Error. El argumento es falaz, o al menos no cuenta toda la verdad. Porque acá, muchachos, el que pierde, pierde en serio. Por eso los partidos salen emocionantes pero horribles. Puro metegol, molinete, ping, pum, pam. Nada de PlayStation.
Salvar la ropa y quedarse en Primera por un penalcito pifiado es una gesta inolvidable. Quedar segundos, de maracas. Esa es la ley impuesta y nadie la conoce mejor que los técnicos; esos condenados al cadalso que facturan y la van de magos mientras les llega la hora señalada. Ganan, o son boleta. Out.
Sé que rescatar la belleza en semejante clima suena más estúpido que disparatado, pero lo haré igual. Lo mismo sirve para la política, donde el límite tampoco importa a la hora de ganar elecciones. El pobre ético suele ser visto como un inocente, un blando, un perdedor... hasta que la muerte le trae la emocionada reivindicación, algo para nada ilógico en un país que adora celebrar a sus mejores hombres el día de su último día. Qué vivos que somos.
Me encantaría seguir teorizando, pero resulta que hoy se enfrentan Racing y Rosario Central, dos consecuentes del desastre al borde del abismo, y el partido me tiene de lo más tenso. Déjà vu. El año pasado fue muy duro y ganó Central, ahí nomás, cuando a uno lo dirigía Madelón y al otro Llop. Pero este nuevo duelo promete ser peor. Se enfrentan dos heavies. Mostaza Merlo –único técnico de la historia derrocado por cuestiones de forma– y el humeante Caruso Lombardi. Ay, ay, ay. A estos dos pájaros no los une el amor sino el espanto, así que el choque será para alquilar balcones, créanme.
Merlo fue un buen jugador que, con poco, llegó a mucho. Como técnico, permítanme decirlo, es una desgracia. Su paso gris por las selecciones juveniles no dejó títulos ni escuela y ya en Racing, con un equipo tosco y sin figuras que se las rebuscaba como podía, logró que le hicieran una estatua por haber ganado un campeonato después de 35 años de sequía. Un abuso de la estadística, diría Borges. Amor insensato, digo yo que conozco el paño. El muy pícaro los hacía jugar tan feo como a su último River, liberado gracias a aquella Revolución del Pudor encabezada en 2006 por el partisano Marcelo Gallardo. Ahora lo tenemos de regreso, trabajando para su busto rosarino. Y bueh.
Caruso Lombardi es un tipo simpático y con oficio que convierte su falta en virtud y sobreactúa méritos propios y prejuicios ajenos. Se reivindica como un sabelotodo injustamente discriminado “por venir de abajo”. Hasta ahora le funcionó. Los medios lo buscan, él se potencia y convence al público gracias a su ojo clínico, el orden defensivo y un discurso medio chanta a lo Isidorito Cañones. Algún mérito tiene: la remó en la B y ascendió con Sportivo Italiano y Tigre; le armó un buen plantel a Argentinos con dos pesitos, tuvo un buen paso por Newell’s y finalmente se acomodó en un grande como Racing, aún en la mala. Plin caja.
A ver: ¿se imagina a un piloto de avión, un cirujano o un ministro de Economía haciendo cuernitos para asegurarse que nada salga mal? Glup. ¿Acaso lo tranquilizaría si le aclararan que sólo se trata de “un inofensivo folclore”? Si la respuesta es sí, ¡bravo! Usted es un piola bárbaro que sabrá disfrutar de los golpes, el recurso de tirarse al piso, esconder las pelotas para hacer tiempo y jugar con el Seis 2–Triple 5–Medio 9, todos colgados del travesaño. Si no... igual la va a pasar genial. Sucede con las viejas películas de Ed Wood, los cumbieros, los libros de autoayuda o ciertas alianzas políticas: cuando algo es grotescamente feo alcanza un estatus estético diferente. Fascina por increíble. Seduce.
Prepárense entonces, amantes del fútbol punk, que hoy habrá clínica allá en Rosario. Ladies and gentlemen: ¡The Mostaza & Caruso Horror Show!