El inversor financiero es el primero que llega a la fiesta, pone la música y la comida, e invita a los que son como él a sumarse. Se ceba, dice que es la mejor joda del mundo y la pasa genial. Pero sólo se queda bajo condiciones muy particulares, y si cambian, es el primero en irse. Se lleva todo lo que trajo y algo más, y deja a todos pagando.
Vale ver Brasil. El 30 de abril de 2008 la deuda brasileña recibió la mejor calificación financiera, el “investment grade” con el que las agencias de riesgo tipo Standard & Poors o Moodys dicen “acá hay capacidad de pago total, la cosa va bárbaro”. Era el cierre de cinco años donde Lula se había convertido en el tornero del establishment, celebrado con un boom de capitales sobre sus activos financieros.
En aquellos tiempos, de hecho, los empresarios argentinos flasheaban con Lula, y se lo oponían como el modelo a seguir a nuestros gobernantes. Hasta más tarde sería ovacionado en un Coloquio de IDEA en Mar del Plata. Pero las condiciones cambiaron rápidamente, una espiral de déficit-recesión-tasas-deuda terminó con el idilio.