La consagración de un Papa argentino es un imprevisto del mito que Iglesia y peronismo se encargaron de alimentar desde mitad del siglo XX. La concordia en acción y valores de dos creencias que predominaron en amplias mayorías populares. Se trata de un tabú de la historia. Mantuvieron siempre una relación tensa con picos de turbulencia a partir de 1955 y hasta 1976: ciclo signado por cooptación y enfrentamientos ideológicos entre uno y otro, enmascarado detrás de las tinieblas que cuesta disipar para un debate profundo del marco previo y del desarrollo de la última y más sangrienta dictadura militar.
Antes que como coincidencia fortuita, la aparición del movimiento evangélico tras el derrocamiento del gobierno constitucional de Isabel Perón merece ser analizada como una reacción sintomática a la suspensión del ejercicio de los derechos inmediatos que asisten en democracia a la ciudadanía. Los de opinión, reunión y asociación cuya caída se relaciona con el derrumbe del andamiaje institucional que va de partidos políticos y sindicatos a simples clubes y asociaciones barriales.
Carlos Annacondia, uno de los cuatro pastores pentecostales cuyo reconocimiento como líder religioso adquirió escala mundial, inició en 1979 esa prédica en el límite de los distritos de Temperley y Quilmes. Hasta entonces había oficiado de diácono de la Iglesia Católica, clave en la prohibición de las emisiones radiales de Mensaje de salvación, el programa que debió conducir desde estaciones uruguayas.
Dentro de la relación pendular entre las jerarquías católica y peronista, el acercamiento ocurre cuando el PJ está fuera del poder. Lo que vuelve más inquietante el desafío que plantea a los dos por igual el evangelismo que avanza desde las periferias hacia los centros de la región del Conurbano, donde los colegios del culto reemplazan en forma progresiva a los templos como expresión y espacios de difusión y práctica religiosa.
Una transformación que pone en crisis la organización de las Diócesis y Arquidiócesis de las que no dependen las instituciones educativas.
Especialmente por la autonomía económica de la que gozan. Aspecto que las obliga a mejorar la oferta de un rubro muy competitivo y al que deben adecuarse: la doctrina se convierte ahí en una variable más del mercado. Con reminiscencias de déjà vú, la reaparición de los curas villeros es un intento tardío de reversión del fenómeno que no escapa al conflicto ideológico de los años 70 que puso fin a esa experiencia.
Sustentada por una necesidad mutua, la alianza con el Movimiento Evita se compensa con otro eslabón. La Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (Cetep) de Juan Grabois, cercano colaborador del Papa e hijo de Roberto “Pajarito” Grabois y Matilde Menéndez. Fundadores de la organización de derecha Guardia de Hierro con la que simpatizó Bergoglio cuando era un simple sacerdote.
Pero hay otras dos razones concretas del predominio evangélico en las zonas más carenciadas: la eficacia del método aplicado en la lucha contra las adicciones en colaboración con instancias estatales pero sin su ayuda material y el espíritu federativo que predomina en su organización más emparentado con la filosofía política de los Estados Unidos que con la de América Latina. Las conferencias sobre adicciones del emblemático padre Pepe en municipios gobernados por los intendentes del grupo Esmeralda se inscriben en este contexto.
La oposición al fin del paradigma intervencionista es la aparente gran coincidencia de la Iglesia y la representación política del último gobierno peronista bajo el argumento de que desprotege a los más necesitados. Podría tratarse de una respuesta articulada de urgencia: es latente el temor a un cambio inspirado en una demanda social que no tenga de protagonistas a quienes reivindican para sí la capacidad de ponerlos en marcha.
*Periodista.