Innovar, ese gran desafío que está en boga desde hace varios años, se plantea tradicionalmente como un territorio diferente y ajeno a la dinámica de corto plazo. Solemos escuchar la recomendación de ordenar la macroeconomía para continuar luego con el desafío del desarrollo, donde entra en juego la innovación como un factor determinante del crecimiento (teoría schumpeteriana de desarrollo).
No obstante, la innovación en determinados sectores puede ser el camino para salir del laberinto en el cual pareciera que estamos atrapados. No necesariamente hablamos de un genio al cual se le ocurre una idea brillante que revoluciona la economía y modifica nuestra visión acerca del mundo (lo que sería un caso de innovación disruptiva). La innovación también puede ser una acumulación de pequeños cambios en la distribución de tareas o en el layout de una planta que conlleve a un aumento de la productividad, a una caída de los costos medios de producción o a un ahorro del trabajo utilizado para producir bienes y servicios.
Aquí es donde a veces se presenta la innovación como rival de la generación de empleo, que es una de las ideas más retrógradas que existen en economía. La expresión más cruel derivada de la percepción equivocada sobre el avance tecnológico fue el suceso que en 1813 llevó a 14 trabajadores textiles a romper las máquinas de su fábrica porque pensaban que atentaban contra el empleo. La respuesta fue brutal: los colgaron.
Hoy en día, con mayor nivel de conocimiento y observando la historia podemos ver que no hubo una tendencia al aumento del desempleo en países como Estados Unidos, Alemania o Inglaterra. Por el contrario, son los países que mejor han visto aumentar su nivel de vida.
En un contexto donde se han perdido más de 100 mil puestos de empleo desde diciembre a mayo podemos preguntarnos quién compraría el excedente de producción derivado de aplicar una mejora en los procesos productivos. La respuesta se encuentra en que la pregunta esta mal formulada. Las economías que aspiran al desarrollo deben comprender que el mercado ya no es el que delimitan las fronteras del país sino el mundo entero. No hay un mercado de 44 millones de argentinos sino de siete mil trescientos millones de personas.
En ese marco, la Argentina debe retomar su lugar dentro del comercio internacional. El desafío es producir bienes a escala buscando adquirir conocimiento para desarrollar sectores que hoy se encuentran atrasados. En ese sentido ya no cabe preguntarse si está bien o mal innovar, sino en qué sectores y cómo hacerlo al tiempo que procuramos bajar el costo del capital para que invertir no sea sólo una aspiración sino un camino viable que genere rentabilidad razonable.
Existen áreas donde el país conserva una posición de liderazgo, por ejemplo la producción de maquinaria agrícola. Aquí el desafío es conservar y consolidar esa posición desarrollando e incorporando tecnología de punta, posicionando a la Argentina en los eslabones de mayor valor agregado dentro de las llamadas “cadenas globales de valor”. En algunos sectores sólo alcanza con la imitación; viendo el camino transitado en determinadas ramas en países más adelantados y adaptándolo a los recursos propios se puede ser más creativo que buscando una idea completamente nueva, la cual posiblemente tarde mucho en llegar.
¿No hay lugar entonces para la creatividad en el país? Por el contrario, qué imitar, sobre qué productos hacer ingeniería reversa y cómo adaptar una idea al mercado local o a la región requiere de una creatividad tan grande como desarrollar un producto desde el momento cero. Suponer que la innovación solo existe en las historias de éxito de muchachos que crean empresas ultra exitosas desde el garaje de su casa es un mito.
De hecho, los llamados unicornios, como Mercado Libre, OLX y Despegar, son simplemente una adaptación de una idea ocurrida en otros países. Esa es una de las principales ventajas de la innovación, la no rivalidad en su consumo (el uso de una idea de modelo de negocio por parte de eBay, no impide a Mercado Libre emplearla). Una de las principales dificultades que por lo general se encuentran cuando se quiere desarrollar una rama de industria determinada está en los mercados de factores, tanto en la falta de financiamiento como en la capacidad de encontrar empleados dispuestos a ser protagonistas del cambio.
En ambos planos es donde se debe dar lugar al debate de las políticas gubernamentales; un sector público que coopere y no rivalice con el sector privado
es la clave para esta fórmula. El rol de la intervención debe ser facilitar el financiamiento y desarrollar una fuerza laboral capacitada y flexible que pueda adaptarse a las nuevas y cambiantes tecnologías. No es posible el éxito de una idea innovadora sin científicos ni ingenieros que puedan aplicarla al proceso productivo doméstico.
La protección per se de algún sector determinado por tiempo indeterminado no promueve el surgimiento de nuevos unicornios, por el contrario, son una invitación a generar estancamiento en tanto no es puesto a prueba en la competencia en los mercados mundiales.
Por el contrario, la completa liberación del comercio sin atender a necesidades particulares de mercados que fueron protegidos por un largo período puede generar desajustes de precios relativos que la estructura económica no puede digerir con facilidad. El camino es estrecho, lograr el nivel de intervención justa es un arte más que una ciencia, y esto no se aprende en ningún libro de texto ni en ningún doctorado, sino que forma parte de la práctica de la política, y es la materia que parece costarle a la actual administración.
Resulta determinante para el desarrollo de estrategias innovadoras que el contexto en el cual se establecen se enmarque dentro del respeto irrestricto a la propiedad privada, ya que aquel que invierte en desarrollar una tecnología lo hace en busca de obtener retornos positivos sobre su inversión, de modo que es fundamental que el Estado promueva los mecanismos necesarios para que esto sea respetado, sobre todo por el mismo sector privado que muchas veces pide que se proteja la propiedad pero en ocasiones resulta reticente a pagar por el uso de las tecnologías resultantes de la inversión previa que realizan otros actores del sistema.
Vale decir que todos los éxitos que vemos en términos de innovación tienen más que ver con el fracaso que con el éxito, toda vez que la historia que los precede es aquella donde las caídas son mucho más comunes que el salto hacia el éxito. Debemos entender que una sociedad comprometida con el progreso no es la que sostiene proyectos que fracasan ni mantiene abiertas fábricas que quiebran. El Estado puede dar cobertura a los empleados despedidos para que su reinserción no sea traumática, pero socializar el costo de los proyectos que no funcionan responde a una mirada complaciente e infantil de la realidad que sólo nos aferra al fracaso.
* Economista, autor de Todo lo que necesitas saber de la economia argentina.