COLUMNISTAS
CRISIS Y DIAGNSTICO

El Fausto boludo

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Son las doce de la noche y le estoy mandando tuits a los legisladores porteños (en Buenos Aires es más temprano y esto sucede hace dos semanas), preguntando por qué votaron la ley que reemplaza el nombre de la calle Inglaterra por “2 de abril”.  Me siento Rupert Pupkin. No tengo esperanzas de que contesten la pregunta, ni de que la entiendan; es como preguntárselo a una foca. Lo hago por desesperación y aburrimiento.

Pero descubro así un detalle que no habría notado de otra forma: los legisladores del PRO se describen a sí mismos mediante su filiación futbolística. “Hincha fanático, socio de River, hincha del Cuervo, bostero, etc.” Hay un cordobés que pone “carlotano y fierrero”, que no sé qué quiere decir, así que probablemente tenga que ver con el fútbol también.

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Imagino con horror una reunión en la que se les imparte a los legisladores la política futbolera de acercamiento al vecino. Después noto un par de excepciones y considero otra posibilidad aun peor: tal vez son así de verdad. Este patrón de conducta (mío) se repite desde hace tiempo; intuyo una conspiración consciente entre personas que quizás no comparten eso, sino características comunes, de un modo tan uniforme que me resulta inimaginable, pero es. Mi explicación intuitiva, la más plausible, no es la más satisfactoria. Y es posible que a ellos les pase lo mismo con uno; tal vez para ellos la foca soy yo.

Muchas veces dijimos –sentimos– que nuestros pares se volvían locos, o idiotas, o malvados, o las tres cosas al mismo tiempo. De todas las explicaciones posibles para este fenómeno, la menos convincente –la que menos se ajusta a mi experiencia con personas vivas– es la más importante: la que se concentra en una cuestión moral. Hablar de moral no es un capricho de Carrió. Esa crisis existe y excede al kirchnerismo. Es todavía más visible (y menos comentada) en los sectores medios que leen este diario o, mucho peor, lo escriben. Todos la ven, aunque sólo Carrió se anime a mencionarla. Pero su percepción, que considero correcta, naufraga al ser explicada con las categorías que maneja ella: Dios, la virtud, el espíritu, entelequias.

El problema en el diagnóstico espiritual de Carrió se parece al que veía Julian Jaynes en las personas que percibían sus propios pensamientos como externos, porque no podían entender que fueran propios. La mente bicameral de Jaynes oía voces; la mente de la Virtud ve la corrupción y los abusos del Gobierno como entes completamente separados de las personas que lo sufren en silencio y si te descuidás lo votan veinte veces. Para ella somos todos Pinocho; débiles e incompletos, tentados por el gato y el zorro.

Estaría mejor dispuesto a considerar esta opción si el elemento tentador fuera tangible, pero no existe. Sólo intuimos su existencia porque fuimos testigos del proceso fáustico, pero fue un Fausto raro, que no obtuvo recompensa: no tiene alma y tampoco tiene nada, es tan vulnerable como los demás ahora que la sociedad se cae a pedazos. Si Fausto nos cuenta que hizo un pacto con el Diablo a cambio de nada, concluiremos que el diablo lo cagó, y lo más probable es que así sea, también, en nuestro caso.

La liturgia del tuerto y el Eternauta ya resulta poco tentadora en general. Pero pensemos por un momento, caso por caso, en los seres queridos –o ya no– cuyas metamorfosis vimos de cerca. ¿Cuál fue la tentación? Incluso la minoría obviamente tentada por un lugar social al que normalmente no habría podido aspirar –Carta Abierta, el grueso del periodismo– está compuesta por gente que si conoce otra cosa no la entiende. No podían elegir mucho. Forster no te puede escribir un ensayo sobre Michael Mantler. No estamos considerando responsablemente las opciones que esta gente tuvo realmente en su vida. No los disculpo, al contrario. Creo que el Fausto original tenía una mejor excusa.

Dos semanas después, el único legislador que respondió fue Iván Petrella, diciendo solamente: “Sí, me equivoqué.”

*Escritor y cineasta.