Me dejo preocupar por una frase del gran Tom Stoppard, que se quejó en el National Theatre por tener que simplificar su obra The Hard Problem. Dijo que el público inglés ya no entiende sus referencias literarias. Es un pequeño escándalo que apañó algo de prensa amarilla entre críticos.
Yo creo que hay un error grande, pero no me atrevo a sojuzgar al teatro inglés, esa factoría aceitadísima poco subsidiada por la cultura y, por ende, absolutamente ligada al problema de la recepción. Aquello que no es éxito entre los espectadores pagadores suele sentirse como error. Como si en materia de teatro sí se pudiera desconocer la historia del arte toda.
Stoppard señala que en los 70 el público podía comprender una referencia a Shakespeare o a Dickens y ahora no. Sin embargo, como bien señala el crítico Michael Billington, el público sí es capaz de seguir un diálogo sobre teoría del caos o física de partículas. Son sólo las referencias literarias las que se están borroneando; me resulta antojadizo medir el embrutecimiento de los públicos mirando sólo en ese radar. Es muy posible que en su época tampoco a Shakespeare le entendieran sus citas y bromas refinadas. ¿Y a quién le importa? Una obra basa su calidad artística en su capacidad potencial de comunicar y no en lo que efectivamente comunica en un momento determinado y a un público en particular. Van Gogh se murió sin vender un solo cuadro, lo cual no le quita méritos a su pintura. Así y todo, el teatro es cruel: si no halla a sus espectadores inmediatamente, no sobrevive siquiera como papel viejo.