En la columna de la semana pasada quedó flotando mi interés acerca del motivo del silencio último de Piliph Roth, cuando, pasados los 80 años, dijo que abandonaba el arte de la novela porque “no iba a poder superar lo ya hecho”. En esa afirmación se combinaba la certeza vanidosa de ser pronunciada por una figura pública con la constatación melancólica de haberlo dado todo y la pretensión de no manchar el recuerdo de su gloria con el espectáculo de la decadencia.
Pasados los días recordé un breve ensayo crítico de Héctor Libertella, donde analizó al cantante de tangos Roberto Goyeneche en su último período, cuando ya no le daba la garganta y a cambio de cantar, decía: y en el decir de Goyeneche, decía Libertella, se arma una sintaxis que evoca el latín. Era en esa limitación de sus cuerdas vocales (estragadas por la noche, supongo yo) donde Goyeneche se superaba, pasaba a otra cosa. Ahora bien, ¿quién iba a ver a Goyeneche gesticulando en su no-cantar? ¿Aquellos que lo escucharon en sus mejores épocas y, conociendo la diferencia, solo hacían una excursión para observar las afónicas contorsiones agónicas del monumento en ruinas, o los turistas que, escuchándolo por primera vez, no tenían punto de comparación? Quizá el encuentro hipotético con la obra de un Roth en declinación absoluta (profetizada por él mismo) habría sido intolerable para los que leyeron sus grandes libros. O quizá, secretamente, Roth continuaba garabateando hojas y sus editores recibieron esos textos y le impidieron que los publicara, porque conspiraban contra su posibilidad de obtener el Premio Nobel de Literatura. O quizá, simplemente, ya no podía más.
¿Qué hace con su vida quien escribe cuando no puede o no sabe cómo seguir escribiendo? A mí, personalmente, no me interesa ninguna otra cosa, pero ¿cómo y de qué puede seguir escribiendo alguien que escribe que no tiene ningún otro tema de interés? El punto de partida y el punto del final son el mismo: solo nos espera la desintegración, así que el verdadero problema de la literatura es cómo dar forma al vértigo de ese conocimiento, acceder al punto central que representa la figura de ese dolor. Quizá la literatura del futuro (ese sueño idiota) sea aquella que reniegue de la ilusión de la potencia y nazca de la imposibilidad absoluta, del babeo de la senilidad extrema o del vagido infantil, extremos ambos del realismo.