Ellas nos constituyen, nos animan. Son las únicas herramientas que le dan sentido a la vida, parecen inacabables, se pronuncian de distintas maneras, cambian según las regiones, los barrios, las familias; en su afán de alcanzar lo que nombran, se desprenden de su origen etimológico, cruzándose con otras, incluso de lenguas diferentes, y se producen palabras mixtas, remixadas. Nos hacen mirar el cielo y escudriñar sus colores, ofreciéndonos tantas posibilidades de precisar lo que anhelamos como de significar lo que nos rodea. Le dan letra a nuestra vida, no habría música sin ellas, y el amor perdería toda su gracia. También son causa de guerra, de justicia; la verdad es alcanzable, porque sólo ellas posibilitan la mentira. Y son sencillamente, palabras. Compuestas de contadas letras. Tan solo cinco vocales a las que Rimbaud dedicó un poema inolvidable. Universo finito de elementos abstractos que nos ofrecen infinitas posibilidades de armar y desarmar el mundo.
Es triste verlas fracasar, sobre todo a través de aquellos que las explotan para maldecir. Periodistas que no debieran llamarse tales, insultando como si gozaran obscenamente –¿oratoria del rating, verborragia egocéntrica?–, elevando la voz, exaltados, como si fueran autoridades elegidas. O representantes elegidos, que andan por el mundo declarando el fracaso de una sociedad con el que ellos mismos contribuyeron. Pobres palabras, tan dispuestas y diversas. Malversadas.
También injuriar es un arte. Lo explica Borges en su libro Historia de la eternidad; lo reivindicó Fontanarrosa. Y ya Tácito se preguntaba en el siglo I de nuestra era cuáles eran las causas del deterioro de la elocuencia, ubicando en la manipulación del ejercicio de poder un abandono del compromiso político.