Casi todos los 24 de agosto, en alguna parte del mundo, se conmemora el nacimiento de Borges. El cumpleaños de su ausencia. Recordarlo es casi un oxímoron, su huella es imborrable. Y también un sacrilegio a su propia refutación del tiempo (en el fondo, una asunción). Como en Joyce o en Kafka, la eternidad parece estar encriptada en sus libros. En Otras inquisiciones, precisamente en su ensayo “Nueva refutación del tiempo”, deja bien clara su negación de lo sucesivo (parecida al deseo del “feliz no cumpleaños” de Alicia en el país de las maravillas) y la imposibilidad de narrar lo simultáneo. ¿Cómo se escribe una percepción súbita, compuesta de partículas de todos los tiempos, que además se revela en un instante imposible de descomponer? ¿Alcanza con aguardar los frutos de la memoria involuntaria, que tanto anhelaba Proust, para trazar un relato inolvidable? El final de este ensayo (¿sería desatinado llamarlo memorable?) es casi una confesión: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.
Su juego con la fatalidad del nombre propio se trasladó a sus personajes. Son ellos los que perduran y hacen del tiempo una sustancia efímera. Estarán siempre entre nosotros. Forman parte de nuestra demografía de la ficción; podríamos incluso decir que Borges se esmeró en darles a casi todos sus personajes nombre, apellido, linaje, coordenadas de existencias suficientes –como si realmente los estuviera cincelando–, para hacerlos ingresar en un mundo imperecedero.
Tan cerca del día de su cumpleaños, propongo pasar lista. Es una forma de hacerlos presentes. Ellos no cambian con el tiempo, sino con el pasar de las páginas. Ireneo Funes sufre un cambio irreversible cuando lo voltea una yegua; en el tiempo, se mantiene intacto. Desde el momento en que Emma Zunz se entera del supuesto suicidio de su padre y planifica su venganza, el tiempo deja de pasar. Como escribe su creador, “ella ya era la que sería”. No hay vuelta atrás para Emma Zunz. Solo se puede mirar hacia atrás al llegar a un punto límite, como sugería Barthes.
La escritura es una determinación. Se escribe hacia adelante, des-cubriendo. Pero la lectura justamente es su antídoto (o complemento); siempre se puede volver a las primeras páginas, a la relectura, a la postergación de lo que aún no se ha leído sabiéndose poseedor del libro esperado (esa felicidad clandestina, como la nombró Clarice Lispector).
Leer nos libra de la finitud, invitándonos a recobrar (¿abolir?) el tiempo. Y a su vez, los ojos descansan en la concatenación de sentido que implica sencillamente atender a una frase.
Pero sigamos con los personajes de Borges, tan puntuales en la hora señalada. El narrador de El Aleph (un tal “Borges”), en el momento en que asiste a ese “observatorio formidable” confiesa, con vértigo y certeza: “Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor”. Nuevamente, hay un antes y un después, irreversible y escrito, que no cambia con el tiempo, pero sí al dar vuelta la página.
Juan Dahlmann, el protagonista de El Sur es también, como Funes, víctima de un accidente (quizá el accidente sea la única forma de figurar el tiempo y el espacio). En su caso, al final del cuento, se ilumina el rincón donde acecha lo imprevisible: “Algo imprevisible ocurrió… una daga desnuda que vino a caer a sus pies”. Y allí sigue Dahlmann, con su destino a cuestas, empuñando lo que Borges le dictó.
Sus personajes parecen vivir en la cumbre de lo irreversible. Con la fatalidad prescripta, avizoran el para siempre en sus propias vidas.
La lista es larguísima, pródiga y cruel. Ninguno se salva, pero cuentan con el aviso del destino. En los cuentos citados, y en tantos más del inconmensurable autor, se nombra el momento clave de sus días, que consiste por lo general en una visión total y repentina del sentido de la propia existencia. Como si el agnosticismo de Borges le hubiera también permitido creer en la ficción como trama verdadera. A desentrañar por escrito.
Para sumar uno a la lista, en el relato Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, la idea misma de vida (biografía), se limita a una noche, dado que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Siempre me pregunté cuál habrá sido el de Borges. Seguramente, lo halló leyendo.