Cuando de amor se trata, todo se desbarata. O por lo menos así suele suceder cada vez que me presento, muy ocasionalmente, en la vida de las personas. Hoy en día, están haciendo esfuerzos inmensos para asentar mis bases. ¡Pero si yo ando por los aires! Soy puro vuelo triunfal. Devenir incierto. Mi accionar no se etiqueta, incluso aparezco inadvertido.
Los enamorados de estos tiempos se apresuran a determinar las relaciones. En el empeño de encauzar los sentimientos, me otorgan títulos que apaciguan el descontrol de sus pasiones: “monogamia”, “pareja abierta”, “trieja”, “poliamor”, etc.
Mientras, yo aguardo a que satisfagan sus ansiedades nominativas, para sorprenderlos inermes.
Pensaban que elegían y repentinamente se encontraron con quien menos esperaban. No hay “match” que valga. Soy “much” mejor. Estoy más cerca del corazón salvaje que de la mente rotuladora.
Si bien me conmueve la voluntad del cuidado (también hablan de “responsabilidad afectiva”), no puedo garantizar los buenos momentos. Siempre fui dramático, sino trágico. Al menos en las novelas me han retratado así.
Robert Louis Stevenson, autor del que muchos han leído sus libros célebres La isla del tesoro o El exraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, me eligió de protagonista para su ensayo, menos conocido que sus novelas pero igualmente genial, “Del enamorarse” (1877) que viene con un subtítulo mayormente elocuente: “¡Señor, qué tontos son estos mortales!” Allí advierte mi irracional imperio. “Enamorarse es la única aventura ilógica, en nuestro trillado y sensato mundo… Las personas tienen que vérselas con emociones dominantes en vez de los fáciles disgustos y preferencias en que hasta ahora habían pasado sus días. De golpe reconocen en sí aptitudes para el dolor y el placer cuya existencia ni habían sospechado que tendrían.”
Ya cincuenta años antes Stendhal buscó inventariar mis apetitos, como si el amor pudiera saciarse. Y sin embargo, el amor, como diría Alexandra Kohan… Así es, a pesar de todos lo escrito, permanezco incatalogable. Sigo motivando, perturbando y todos los gerundios posibles, porque en gerundio me conjugo, el tiempo de verbo del presente, del estar pasando.
Agradezco que busquen ingeniárselas para entenderse mejor. Pero a veces sus severas cautelas los privan del gustito de la incertidumbre. ¿O será que se trata de no amar, de amarse? ¿O temen más de lo que aman? ¡Qué diferente de las épocas shakespearianas, donde el amor reinaba impune, y la muerte reunía en lugar de separar!