Argentina se encamina inexorablemente a sufrir las consecuencias de un nuevo fracaso populista. Un fracaso que sólo puede sorprender por ser tardío. La inflación, el desabastecimiento energético y la restricción externa primero, la recesión y la incipiente caída del empleo ahora, fueron y son las consecuencias de un agotamiento anunciado.
Pero este nuevo intento duró más de lo usual, aunque no porque fuese un modelo superador de los anteriores. El populismo económico de las presidencias Kirchner tuvo desde el vamos los dos vicios principales que condenaron al fracaso a todos los populismos previos: el crecimiento exponencial del gasto público y del peso del Estado en la economía, y la presencia de distorsiones crecientes de precios relativos (en muchos casos, producto del incremento del gasto y del intervencionismo del Estado).
Si los límites del populismo kirchnerista no se alcanzaron antes fue porque esta experiencia convivió con tasas de crecimiento del mundo récord entre 2003 y 2007, con precios récord de nuestros productos de exportación, con un crecimiento inédito de los ingresos y del tamaño de las clases medias emergentes, y (a partir de 2008) con una liquidez global excepcionalmente abundante y barata, que si bien no pudo ser aprovechada plenamente por la Argentina, sí fue aprovechada por la mayoría de los países emergentes vecinos y clientes comerciales. Pero no sólo ayudaron estas condiciones externas excepcionales. De la mano de la recuperación del crecimiento económico y del empleo, la posibilidad de responder a demandas sociales urgentes dio legitimidad a las políticas kirchneristas; mientras la pérdida de representatividad de los partidos políticos tradicionales permitía a la pareja presidencial consolidar un poder incuestionable.
El superávit fiscal inicial con el que arrancó la administración Kirchner hacía pensar que el populismo había aprendido una lección: que una mala macro puede conducir rápido a una crisis. Sin embargo, el intervencionismo en materia de precios y el incremento del número y el monto de algunos subsidios mostraban que se volvía a cometer el error de querer forzar una estructura de precios relativos alejada de la que surgiría de mercados libres e integrados al mundo. Lo que se pensó se trataría de una combinación de mala micro pero buena macro pronto demostró ser mala macro y peor micro. La idea de una macro sana y sustentable se rifó al compás de un incremento del gasto público de características inéditas. El superávit fiscal inicial ya había desaparecido hacia fines de 2007. Y la necesidad de mantener una estructura de precios muy distorsionada se tradujo en un intervencionismo creciente y en una fragilidad fiscal también creciente.
Al populismo le cuesta reconocer que hay límites. Y, aunque cuesta admitirlo, transmite la sensación de que en su ADN está el nunca corregir a tiempo. La gastomanía, que no arrancó con el gobierno de Cristina Fernández sino con el de su esposo (ver gráfico), sigue propiciando un creciente descontrol terminal. El crecimiento del gasto público, hoy lejos de moderarse, se encuentra en una de sus fases de mayor descontrol. Los datos fiscales del sector público nacional dados a conocer esta semana mostraron una notable aceleración de la tasa de aumento del gasto público que se ubicó en junio en el 56,5% (respecto de junio del año pasado). Con todos los componentes del gasto, salvo las jubilaciones (34%), ¡aumentando por encima del 50% anual! Los primeros seis meses del año cerraron así con un incremento del gasto del 44% respecto de igual semestre del año pasado, contra un incremento de la recaudación del 35%. Como consecuencia de ello, el déficit primario del sector público nacional, sin considerar las transferencias de utilidades extraordinarias del BCRA, prácticamente se quintuplicó. Y este descontrol del gasto continuará en los próximos meses. La Presidenta sigue anunciando nuevos aumentos y hace poco más de una semana se conoció una ampliación presupuestaria récord realizada mediante un decreto de necesidad y urgencia. El ministro de Economía, el jefe de Gabinete y la misma Presidenta están convencidos de que se puede impulsar la actividad económica a partir del incremento del gasto. Sin embargo, la efectividad de las políticas expansivas en un contexto como el actual, cuanto menos, debe ser puesta bajo sospecha.
Como ha quedado claro en todos estos años de alta inflación, el prestamista de única instancia que tiene el fisco es el Banco Central. Más que nunca ahora que, ante un default que no será corto, ya no se puede abonar la expectativa de contar en el corto plazo con financiamiento externo. La emisión monetaria para financiar al sector público (unos $ 35 mil millones en lo que va del año) más que duplica a la de igual período del año pasado. Y de aquí a fin de año el BCRA tendrá que emitir unos $ 100 mil millones adicionales (cuanto menos) para cubrir las necesidades del fisco. El desafío del BCRA no se agota sólo ahí. Los vencimientos de Lebac (Letras del Banco Central) serán en promedio de unos $ 35 mil millones por mes. Así que las autoridades monetarias tendrán que decidir qué hacer con unos $ 55 mil millones mensuales. Un desafío que puede resultar aun más complejo si el BCRA no tiene suficiente margen de maniobra para aumentar las tasas de interés cuanto sea necesario para defender la demanda de pesos o, dicho de otra forma, para absorber la mayor cantidad de pesos posible.
Por el momento, aparte de la expansión fiscal, el Gobierno sigue insistiendo con la receta de más controles y mayor intervención de mercados para controlar la inflación, y una intensificación del cepo a las importaciones para preservar las reservas del BCRA. Más de lo mismo es perpetuar las consecuencias del extravío populista. Y ya no hay “milagro” externo para compensar o enmascarar sus vicios.
*En Twitter, @luissecco.