Hay una dimensión sacra en la pasión futbolera. Un fenómeno religioso que se da con el fervor y la devoción de multitudes. Se conforma una colectividad de adoradores que poco tiene que ver con la afición masiva a un deporte. Quienes intentan banalizar esta fuerza catártica, la quieren reducir a la manipulación marketinera por la que los medios masivos de comunicación y el mundo del espectáculo segregan la miel de la idolatría.
Pero con diez veces más espectadores en las salas de cine que en los estadios, no hay comparación posible entre lo que desencadena la obtención de la copa Jules Rimet y la entrega de un Oscar por una película nacional. Ni siquiera un Premio Nobel que satisfaga el orgullo nacional es medible con un acontecimiento de la intensidad de un mundial de fútbol.
Nada invade tanto nuestra domesticidad ni nos tiene en ascuas como los partidos de la Selección. Los futboleros que miramos con cierta distancia los avatares del fútbol local, que nos hemos acostumbrado a su decadencia, perdemos los estribos en momentos como éste.
Pero este fenómeno de índole religiosa, a pesar de su vibración, es fugaz. No hay un culto ritualizado ni las correspondientes penitencias que puedan sostenerlo. La versatilidad del fútbol es continua. El dios Cronos, el tiempo, que es una máquina devoradora, siempre vuelve a distribuir el mazo. El eterno retorno y el puro devenir se conjugan juntos, tal como lo decía el filósofo alemán Friedrich Nietzsche.
Cada vez que se obtiene un logro deportivo, con el objeto de aprovechar el escenario de gente en la calle, entusiasmada por un triunfo que se viste con los colores de la bandera nacional, aparecen los pastores de la victoria. Son predicadores de diversos sectores de la sociedad que tienen una tendencia al hiperbolismo y a la autocomplacencia. Hacen del equipo argentino un ejemplo para que los argentinos logremos victorias rutilantes si somos capaces de unirnos y nos identificamos con el sentimiento patrio. No perdemos la oportunidad de insistir en que tenemos ingentes recursos potenciales a desarrollar, que lo tenemos todo, y que sólo faltan la solidaridad, la entrega y la generosidad que nos conviertan en una comunidad de creyentes en valores positivos y dispuesta a dar todo por el otro. Como nuestra selección.
Esta pastoral mediática pretende ignorar que el seleccionado argentino está compuesto por atletas de élite, que son parte de la cumbre aristocrática del fútbol, con máximas exigencias de profesionalidad, contratados por empresas que organizan torneos en los que la competencia es feroz, y que no se basa únicamente en el talento natural o en el espíritu de grupo.
Si se quisiera extender la realidad del fútbol internacional al resto de la sociedad, las exigencias no pueden ser menores si se pretende conseguir lauros semejantes a los que nos enorgullecen con el juego de pelota. Un país no está formado por deportistas de alta competencia.
Por eso sería una pena que nos dejáramos seducir una vez más por la ideología de la “fiesta de todos”. Que aparezcan nuevamente quienes se ofrecen como escuderos de lo que llaman la felicidad del pueblo. Aquí no se trata de pueblo sino de gente de todas las clases, y más media y alta que obrera. No son los gritos de las barras y de la popular de cada semana los que están en la calle sino individuos que se juntan para este festejo ecuménico y luego vuelven a sus rutinas. Más felices, es cierto, suponiendo que la felicidad no es un estado sino un momento.
Poco se puede agregar al grito de un relator deportivo que ante un triunfo nacional se conmovía con un “te amo, Argentina”. Estos gritos patrios son abstractos, no sabemos a qué entidad se refieren. No es tan evidente el llamado sentimiento patrio. Durante el siglo XX, el nacionalismo fue un arma ideológica eficaz como grito de guerra. Para matar a decenas de millones de personas y para dejarse matar, el clamor por la patria fue el único altar que se encontró para justificar la industria de la muerte.
Fuera de un campo de batalla o exterminio, el grito de “te amo, Argentina” cuando Romerito ataja un penal, suena extraño, parece que se gritara “te amo, mamá”, por supuesto una mamá idealizada.
La trata de pibes. Pero el fútbol no es una guerra sino un juego, aunque con su historia y un porvenir. El fútbol moderno no conforma una red sólo profesional sino comercial y financiera. Se trata de un sistema de poder concentrado representado por la FIFA, en el que los clubes más poderosos de las grandes ligas determinan el curso de las acciones federativas y del destino de quienes se dedican a su práctica. Sin embargo, a pesar de una construcción vertical de poderes jerarquizados, el sistema chorrea. Si no lo hiciera, todo el andamiaje se detendría. Los grandes necesitan de la existencia de los chicos, los tiburones de las sardinas. Puede argüirse que estamos en presencia de una nueva forma de colonialismo. Es posible. De seguir así, en la medida en que el mundo del dinero invada todos los espacios del fútbol, se generará una dinámica que convierta a este deporte en una especie de show poco serio, un divertimento de tipo circense.
Esta tendencia hacia la voracidad financiera y a la autodestrucción como deporte de masas se percibe hace años con lo que denomino “trata de pibes”. Cada año, de acuerdo a estadísticas que se publican con letra chica en los suplementos deportivos, cientos de jugadores de Brasil y Argentina, además de Africa, se van a un exterior desconocido. No todos terminan en Italia y España, porque se pierden por los cuatro rincones del planeta para ganarse un sueldo y no mucho más que eso. Muy pocos sobresalen.
Esta fuga gigantesca de dotados para el fútbol seca nuestros semilleros. Son generaciones que se pierden ya que no permiten la creación de escuelas, la emulación ni la potenciación de las virtudes naturales. Lo vemos en los resultados de los juveniles en estos últimos años. Sponsors, representantes, padres y dirigentes conforman un entramado de intereses para que niños y adolescentes se coticen y conviertan en mercadería y fuerza laboral antes de llegar a ser adultos.
Esta es la trata de pibes que alimenta a las grandes ligas europeas, a los capitales invertidos con los restos de beneficios que da la minería, el petróleo y la renta financiera, y que se refuerza con la integración de hijos de inmigrantes y colonizados a las selecciones nacionales.
Lejos de ser una victimización de nuestro fútbol, lo que describimos es un peligro real sobre el futuro del fútbol en general si no quiere seguir los pasos lamentables del box convertido en un nuevo Titanes en el ring.
No somos víctimas por la simple razón de que nos ven como triunfadores y talentosos a pesar de quienes encomian la fábrica alemana y catalana. Este Mundial mostró a Costa Rica eliminar a ingleses e italianos, y a Colombia ser un equipo temible. Todavía se sabe que Di Stéfano, Maradona y Messi se formaron en las calles y los potreros argentinos, y que Pelé y Garrincha en las playas brasileñas. Así que no se trata de quejarse con lamentos de perdedor, sino de no tragarse el sapo del talento innato o de prestigios transitorios.
Si los intereses de los grandes clubes siguen extrayendo la pulpa de asociaciones pobres no sólo por sus deudas –deudas tienen, y grandes, los clubes de la Champions, con la salvedad de que generan dinero y no están infiltradas por dirigencia política y gremial como en nuestros países– sino por la asimetría de los niveles de vida, y si no se legisla prohibiendo transferencias prematuras, el fútbol dejará de concitar pasiones y quedará convertido en un casino de apuestas y estrellas fugaces.
Por ahora no es así. Aún interviene un factor que permite que sigamos con nuestro entusiasmo: el azar, el accidente, lo imprevisto, lo no manipulable, la magia. Mientras en el fútbol haya competencia, torneos en los que la confrontación sea leal y franca, en tanto intereses ajenos a lo que se despliega en el campo de juego no determinen resultados, nuestra pasión fútbolera perdurará.
En este sentido, el Mundial 2014 fue muy bueno. Hemos visto a equipos de países sin tradición jugarles de igual a igual a los poderosos. Si bien es cierto que los candidatos previsibles llegaron a las máximas instancias, nada les sobró, no se dieron lujo alguno, ganaron por penales o en los minutos de descuento, y grandes favoritos se fueron a casa bien temprano.
El proceso colonial se revierte durante un mes cuando los jugadores exportados vuelven a vestir sus casacas nacionales. A su talento innato le han agregado la preparación profesional y las exigencias deportivas de los grandes clubes. Por eso el Mundial equipara en una falsa democracia transitoria la succión diaria e inclemente organizada por la misma FIFA.
Este Mundial ha aportado lo suyo respecto de la cuestión identitaria. Es esta “trata”, y no la pérdida de un estilo y de una tradición, la que determina el fracaso brasileño, o lo que se discutía en la primera fase de nuestro equipo.
Sin duda que cuando se habla de tradición nacional, lo que se hace es poner a calentar un caldero en el que cada uno puede verter lo que más le gusta. Sabella encontró fuertes resistencias porque se lo tildaba de defensivo. Se desconfiaba de su aire “bilardista”. Con este tipo de campaña se pretendía desmerecer a una corriente que ha hecho escuela en el fútbol argentino. Salvo que se crea que La Plata queda en el Himalaya. La escuela de fútbol de Estudiantes que la Brujita Verón define por armar equipos en los que prima el espíritu grupal, la planificación y la disciplina táctica, no ha tenido buena prensa en nuestro medio proclive a eternizar lo que denominan fútbol criollo. Se desconoce así que máximos galardones se han logrado de acuerdo a un estilo que también ha conformado nuestro modo de jugar al fútbol. J.C. Lorenzo, Osvaldo Zubeldía, C. Griguol, y hasta el Bambino Veira y Bianchi, han implementado un sistema al que con cierta pobreza conceptual se ha tildado de “contragolpeador”. En realidad se trata del aprovechamiento de los espacios, de cerrárselos a los adversarios y abrirlos para los delanteros propios.
El encanto del jugador que hace milagros con sus pies le da color al fútbol, es su toque artístico, pero el fútbol, además, es un ejercicio intelectual, el pensamiento es necesario y activo, y se trata muchas veces de ver cómo siendo menos se puede más. Lo que es un canto de esperanza.
*Filósofo. www.tomasabraham.com.ar