Mi padre me llevaba al Monumental a ver a River desde muy chico. El extraño virus que mezcla pasión irracional y el análisis cartesiano de director técnico me fue inoculado desde pequeño. Por ello, cuando veo a un jugador desempeñar mal su papel, mi conclusión es básica: “Cómo jugará el suplente, si así juega el titular”.
Con esa misma lógica, cuando veo ciudadanos nacidos en diversos lugares del interior y en los países limítrofes viviendo hacinados en las llamadas villas miserias de la Capital Federal y del Conurbano bonaerense, pienso lo mismo: “Cómo debe ser el lugar que dejaron para que emigren a vivir en esta situación”.
Lo sucedido en estos días en torno a los terrenos del llamado “parque” Indoamericano es un patético compendio de varios de los problemas argentinos.
El interior profundo de la Argentina y el entorno latinoamericano presentan un gran déficit en la demanda variada de trabajo y en la oferta de infraestructura social respecto de lo que pueden brindar los grandes centros urbanos.
La gente huye de sus orígenes en busca de un destino mejor. Está claro que, en la medida que algunas provincias argentinas no mejoren su capacidad de generar empleos dignos y de presentar escuelas, hospitales y otros servicios con calidad razonable, la migración interna no se podrá frenar.
Y esa migración sin recursos y con un pobre capital humano busca vivir lo más cerca posible de la demanda de trabajo y de mejores servicios básicos. Esta es una primera paradoja. Las villas miserias no expresan la pobreza del lugar en que están, sino la del lugar que esas personas dejaron atrás.
Parte de la “solución” pasa por combatir la pobreza en el origen, en su gestación, en la causa. Para la Argentina como un todo, resulta mucho más eficiente, razonable y armónico mejorar las condiciones de vida y trabajo en las provincias expulsoras de gente y descentralizar y revertir la corriente migratoria, que consolidarla mejorando las condiciones en el lugar de recepción.
Implica replantear la relación nación-provincias, incluyendo una reforma política que castigue a los malos administradores que le trasladan el problema a los de otras provincias o ciudades. La absurda centralización de recursos de estos años y su reparto discrecional profundizaron la situación.
Sobre esta realidad se montan otras. La de los que hacen de la pobreza un negocio, siendo gestores de subsidios o asignadores mafiosos de tierras que no le pertenecen. Y de los que aprovechan la ausencia de Estado para esconder sus actividades delictivas y convertirse en pésimos sustitutos de ese Estado.
Surge otra paradoja. Esta ausencia de Estado se verifica en el momento en que es récord la recaudación fiscal y el gasto y con el estatismo como la “idea predominante” de la sociedad. No hay Estado para brindar los servicios básicos a toda la población.
Hace falta construir un Estado inteligente a lo largo y a lo ancho del país, con políticas que generen empleo privado y no clientelismo barato, e infraestructura pública social eficiente.
Y recordar que, con políticas económicas que destruyeron el crédito de largo plazo y el mercado de capitales con inflación y expropiaciones sistemáticas mediante el acceso a la vivienda, se hizo aún más difícil.
Respecto de la inmigración proveniente de los países limítrofes, en la medida que se mantengan las disparidades relativas actuales, la Argentina tendrá que plantear una política migratoria y negociar, en el marco del Mercosur, cómo compensar parte del gasto público que se hace aquí y no se hace “allí”.
Atacar mal y sólo los efectos de un problema no es una solución, es más problema.