A este gobierno le va mal. Si le fuera bien, de todos modos sería un gobierno cuyos actos habría que repudiar, pero lo curioso es que le va mal. No sabe de dónde sacar las monedas que necesita para sostener sus promesas electorales; la obra pública está parada; sus funcionarios meten la pata hasta la cintura (digamos Relaciones Exteriores, para no tener que demostrar nada en poco espacio) y se los sigue sosteniendo como si fueran luciérnagas en una mina abandonada; el Parlamento se muestra francamente hostil a aceptar los envíos del Ejecutivo y sanciona leyes contrarias a sus esperanzas; la prensa no cesa de interrogar el memorándum de Qatar; las joyas de la corona populista, YPF y Aerolíneas, se arrastran como pesos cada vez más muertos; la clase media abandonó las tiendas de cachivaches hogareños y de ropa, pese a lo cual la inflación no se ha detenido.
No se sabe de dónde vendrá la iluminación profana que muestre al Ejecutivo que no alcanza con un deseo de prolijidad y de pureza (que, de todos modos, está lejos de alcanzarse) para colocarse del lado del bien.
Haber apostado a la generosidad de los que más tienen es ignorar la lógica mezquina que rige la acumulación. Haber abierto la puerta al blanqueamiento familiar es reconocer de antemano el fracaso de las hipótesis de buen gobierno.
El blanqueamiento es un procedimiento cosmético que puede provocar desde la formación de cicatrices hasta rasgaduras. Mejor sería entregarse al puro goce, pero esta gente no tiene la menor idea.