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El gran enigma

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François Furet murió en 1997 por jugar al tenis a los 70 años. En su obituario, Tony Judt dijo que era uno de los hombres más influyentes de la Francia contemporánea. Hoy suena como un disparate en la Argentina, donde pocos lo han leído y sus libros sólo se encuentran en la internet pirata. Pero si Furet no es tan importante para el pensamiento político como pensaba Judt, merecería serlo. La evidencia resulta de leer El pasado de una ilusión, publicado en 1995 con el subtítulo Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, una experiencia fascinante que dura 800 páginas.

Furet nació en 1927 y, como historiador, se especializó en la Revolución Francesa, que interpretó por fuera de la obligatoria lectura en términos de lucha de clases que fue impuesta por la historiografía marxista y estructuralista. Pero Furet fue un miembro del Partido Comunista desde 1949 hasta 1956, año de la invasión soviética a Hungría, y nunca dejó de reflexionar sobre ese momento de su vida. El núcleo emocional de El pasado de una ilusión está en la página 624, donde Furet recuerda su lectura como militante de El cero y el infinito, la parábola de Arthur Koestler sobre los procesos de Moscú que culminaron en la confesión y el fusilamiento de los viejos bolcheviques: “Yo admiraba que el juez y el acusado pudiesen convenir en que servían a una misma causa, el primero como verdugo y el segundo como víctima. En esta versión filosófica me complacía la marcha de la razón histórica cuyo culto bárbaro, por el contrario, había querido denunciar Koestler.”

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El pasado de una ilusión es el trabajo de un historiador perplejo ante su propia aceptación de la crueldad y la patraña, reflejo subjetivo de una paradoja generalizada: que a pesar de su irrefutable cronología de hambrunas, asesinatos, persecuciones y miserias, el comunismo haya concitado una adhesión que dominó el siglo XX y hasta llevó a quienes no eran sus partidarios directos, en especial a los intelectuales, a la ceguera y la complicidad con sus crímenes. Ser comunista fue siempre tentador, ser anticomunista sigue siendo sospechoso.

Furet se propone desentrañar un misterio que él mismo declara no del todo resuelto. Así, revisa el pasado comunista y encuentra sus regularidades: organización férrea y obediencia ciega, omnipresencia de la policía, de la mentira y de la propaganda, fracaso económico, fe casi religiosa en la ideología. Desde el monolítico bloque estalinista de posguerra a los desmadrados experimentos tercermundistas que aún perduran, el comunismo es diverso pero es idéntico en su promesa de una democracia verdadera destinada a reemplazar a la burguesa, cuyas libertades reclama en la oposición pero nunca está dispuesto a tolerar desde el poder. De hecho, los comunistas pactaron con los nazis como hizo Stalin, profundizaron el capitalismo con los chinos actuales, convirtieron el internacionalismo en chauvinismo, pero nunca admitieron un pensamiento autónomo y pluralista. Una y otra vez, contra la razón de Kautsky o de Raymond Aron, contra las denuncias de Souvarin o de Solzhenitsyn, el comunismo impuso una racionalidad perversa y autoritaria cuyo embrujo se apoya en la insuficiencia del orden burgués para contener las frustraciones humanas. Pero si uno no lee a Furet, no llega a comprenderlo del todo.