Hay dos tipos básicos de fraudes literarios. Los que se realizan con la complicidad de las instituciones y los que son el resultado de un esfuerzo cuentapropista. Entre los primeros se destacan aquellos que consisten en amañar un concurso para favorecer a un escritor de la editorial que otorga el premio, o los que tienen un jurado integrado por amigos del ganador. Son prácticas más bien antipáticas. Las otras, si no más simpáticas, son al menos más valientes y suelen tener como eje el plagio, la apropiación de un texto publicado por otro y la esperanza de que quienes lo lean no se van a dar cuenta. Hace unos años hubo un caso de un escritor argentino que ganó un concurso con una novela boliviana que usaba páginas enteras de otra novela española. Fue muy comentado y hasta aplaudido como ejemplo de intertextualidad, sea eso lo que fuere.
Pero hay fraudes más calificados. Mi favorito es el de Romain Gary, que ganó el premio Goncourt en 1956 por Las raíces del cielo. Impedido de volver a presentarse por las reglas del certamen, lo hizo bajo el seudónimo Emile Ajar, un escritor desconocido, y ganó de nuevo en 1975. El problema no era el seudónimo (después de todo, Gary se llamaba Roman Kacew) sino que hizo que un sobrino llamado Paul Pavlowitch se adjudicara la autoría del libro. Gary se suicidó en 1980 y confesó el truco en un libro póstumo, Vie et mort d’Emile Ajar. Los biógrafos de Gary dicen que el fraude tuvo un sentido más importante que el de embolsarse el premio: el de reinventarse como escritor. Otro fraude noble es el de la invención de un escritor llamado Nicolas Bourbaki, seudónimo colectivo de un grupo secreto formado por los mejores matemáticos franceses de su época.
Pero tengo otro ejemplo de fraude simpático. Al menos, tiene todo el aspecto de serlo. China Editora acaba de publicar una pequeña novela llamada Pupila, cuyo autor responde al nombre de Zui Long. Pupila transcurre en el Reino de Hacia, y es una historia muy triste y con ribetes fantásticos. Ma Li Sha es una chica que vive en la torre de los sirvientes en un lugar llamado Las Dos Torres. Una noche, Ma Li Sha va a una fiesta en la torre de los patrones y los hijos de los patrones la violan colectivamente. Pero Pupila, también llamado Tong Kong (casi King Kong), su hijo enorme y monstruoso, se encargará de vengarla en medio de su propia tragedia. Algunos pasajes de Pupila recuerdan a Aira, a Laiseca o a Katchadjian. En la contratapa, Luis Chitarroni habla de “fulguración insurrecta de materialidad e inmaterialidad” y dice que Zui Long “despliega con ictus marcial el concurso arbitrario de su talento, su astucia asombrosa y su gracia ingobernable” y Fogwill agrega que Zui Long es “el más asombroso narrador malayo de la segunda mitad del siglo XX, es también el secreto mejor guardado, y tal vez el último, de la literatura argentina”. En el prólogo se nos informa que el autor es un chino nacido en Malasia que se instaló en Villa Domínico en los 50, donde enseñó artes marciales a un devoto grupo de discípulos a los que terminó orientando a la literatura hasta su muerte, en 2016. Alberto Laiseca murió ese mismo año y, como Zui Long, también tuvo una hija y un grupo de discípulos que lo veneraban. No he querido averiguar nada más de Pupila. El libro es encantador y terrible.