A no ser que uno acceda a la patética excitación de un buen pago en negro –algo que parece estar en boga en el periodismo, también en el especializado en deportes–, trabajar para un House Organ (explícito o encubierto) debe ser algo francamente aburrido.
Pero como en todas las cosas, también en esto tan bastardeado –y tan popularizado en nuestro medio– hay excepciones. Por cierto, no en la Argentina, donde además cada vez cuesta más establecer qué medio no es un House Organ de alguien o de algo. Y cuántos medios cuentan con contratados que confirman la existencia de la especie de House Organs unipersonales. Una subraza de los servicios, en realidad.
Bien, una de esas excepciones es Deuce, la revista oficial de la ATP. Esta claro que nadie que escriba en ese medio profundizaría demasiado sobre el asunto de los partidos arreglados, especie que viene siendo denunciada desde antes de que hubiera nacido Nikolai Davydenko, muy arbitrariamente convertido por los medios en algo así como un levantador de quiniela de barrio que sabe jugar al tenis. Tampoco esperemos un tratado que explique que los argentinos no son los únicos que toman cosas prohibidas, sino que por razones difíciles de entender, son casi los únicos a los que esa anomalía se les convierte en pública. Pero como contrapartida, por ese marco de confianza que les garantiza a los jugadores, consiguen algunos testimonios interesantes.
Hace poco más de dos meses, Deuce publicó una muy entretenida charla con Roger Federer. Calculo que el autor del artículo será un fulano bastante imaginativo, ya que imaginó muchas virtudes en el suizo menos la de ser entretenido en una entrevista. Sin embargo, la nota consiguió algunos testimonios reveladores. Por ejemplo, cuando se le preguntó cuál había sido la última vez que había jugado sin público –el periodista apuntaba, seguramente, a la referencia de algún torneo de juveniles, ya que el suizo ni pasó por Futures o Challengers–, Federer se tomó un tiempo y, cuando parecía que la pregunta quedaría sin respuesta, reaccionó: “Ah, ya sé. Fue hace unas semanas, en la casa de Pete Sampras en Los Angeles. Jugamos un partido entre nosotros y, a lo sumo, habrán estado mi novia, su esposa y sus hijas tomando algo al costado de la cancha”. Sólo imaginar la situación, sólo pensar en ser testigo o protagonista de semejante pituquería, es digno de orgasmo.
No sé si inspirados en esto, pero sí en la afinidad que tienen dos de los diez (¿cinco?) mejores tenistas de la historia, un grupo de empresarios asiáticos decidió que era momento de hacerlos jugar exhibiciones entre sí. Antes de seguir, quiero decirles que, si me ponen en penitencia y como castigo me dan a elegir entre una exhibición de tenis y tres ediciones ininterrumpidas de El último pasajero, probablemente me quede con el programa –y los alaridos– de Guido Kaczka. Juro que eso es mucho decir.
Hecha la salvedad, les aseguro que ver a Federer y a Sampras es otra cosa. En ese caso, el arte del tenis se sublima de tal modo que a nadie le importaría pensar en quién gana. Como a nadie se le hubiera ocurrido pensar quién ganaba en un imaginario duelo coreográfico entre Nureyev y Nijinski. Fueron espectáculos de esos que ameritan el consabido “no te vayas campeón, quiero verte otra vez” de nuestras hinchadas. Y fue, también, la confirmación de que Sampras dejó el tenis profesional mucho antes de que el tenis profesional lo dejara a él. Tal vez, Federer haya sido algo generoso cuando aseguró que, si volviera al circuito, Pete sería uno de los cinco mejores del ranking. Pero ni el placer estético ni las computadoras pueden mentir o exagerar. Y la volea de Sampras sigue siendo la más deliciosa del planeta, y su saque llega a viajar –hoy, con más kilos y menos pelo– a 220 kilómetros por hora.
Pese a ello, y a lo bien que le jugó al mejor del mundo, Sampras descartó un regreso: “No estoy planificando una vuelta. Me considero amigo de Roger y es un orgullo jugar unos partidos con él; nada más. Vivo muy feliz en mi casa de Los Angeles con una hermosa mujer y dos preciosas hijas”, sentenció Pete. Y nos descorazonó a todos. Porque al muy entretenido circuito de hoy le falta un jugador de su estirpe. No tanto por la eficacia –la de haber ganado siete veces Wimbledon, por ejemplo– sino por su concepto del juego. Al tenis de hoy le falta un pasional del ataque. Tantas herramientas defensivas tienen los jugadores, tan profundo pegan y tan bien son capaces de devolver el saque –todo alentado por una tecnología puesta a su servicio–, que hasta el mismísimo Federer decidió que era mejor aprender a ganar desde atrás y progresar en defensa que ir al frente honrando su esencia. Quede claro que esto es un elogio a su versatilidad y no una crítica a su cambio de rumbo. Le propongo que haga memoria y elija diez buenos voleadores de la actualidad. Y me dirá que Federer volea genial (es cierto) pero que casi perdió el registro de la memoria visual.
¿Se fijó que en el fútbol nadie cuestiona a un equipo que pierde y juega mal con doble cinco y sin enganche, pero despedazan al que le pasa algo similar con un enganche y tres puntas? ¿Escuchó al Checho Batista decir que les solicitará a los entrenadores de inferiores de los clubes que los equipos jueguen con enganche? Esto obedece a que, parece ser, hay muchos selectores que les aconsejan a los pibes no jugar “de Diez”. Algo así como que en Brasil quieran erradicar el oficio de lateral. Bueno, por esa misma razón, y en desmedro de quienes tienen a los pibes una hora de drive, una de revés, medio canasto de saque y medio de volea, el tenis del futuro necesita que Sampras vuelva. Aunque sea un ratito, y en Wimbledon, y que les haga chas chas en la cola a más de uno.