Amo los árboles añosos y vetustos, inmensos y seculares, esos grandes brazos extendidos en medio de la noche, los gigantes silenciosos, los árboles-monumentos, llámenlos como quieran. Soy un cultor de todo lo exagerado, de todo lo desproporcionado: los altos rascacielos, las pinturas inabarcables y los libros imposibles, por no hablar de las señoras generosas y de los platos abundantes (o tal vez sean las señoras abundantes y los platos generosos) que sirven en los bodegones de Buenos Aires. De algún modo era inevitable que encontrara a Simenon y me enamorase de él. Porque Simenon es exagerado.
El combate cuerpo a cuerpo con su obra puede resultar extenuante, pero al final (qué digo al final, ya en mitad del recorrido) se comprende aquella famosa respuesta de William Faulkner a la pregunta sobre qué libros había leído a lo largo de su vida; escueto, Faulkner responde que la Biblia, algunas obras de Antón Chéjov y todas que cayeron en sus manos de Simenon. Porque sus novelas son tan adictivas como la nicotina, las aspirinas, la cocaína (todas las “ina”, ¡bah!), el chocolate y las películas pornográficas. Se comprende que cuando André Gide (para entonces editor de Gallimard) dijo de él que es el más grande escritor de su tiempo no estaba bromeando.
Porque más que una novela policial francesa, la de Simenon es un nuevo tipo de novela policial, que rechaza las tramas complicadas, los delincuentes excepcionales que para dar vida a sus delitos necesitan de una puesta en escena fantástica. Georges Simenon es humilde, esto es, mira con ojos humildes, por lo tanto es bondadoso, comprensivo, al punto que llega a mirar con indulgencia incluso los delitos.
Al igual que su héroe, Jules Maigret, Simenon hubiese podido tranquilamente volverse un criminal, y si hubiese sido un criminal habría sido alguien muy difícil de capturar. Una vez Simenon dijo que si hubiese nacido en un suburbio urbano habría podido tranquilamente volverse un criminal. Es mentira. Simenon trataba de hacerse el gracioso o escandalizar.
Las novelas de Simenon se dividen sustancialmente entre aquellas que están progragonizadas por Maigret y aquellas que no. Las primeras exhalan un aire de buena educación, de vieja provincia francesa, de vino, de tabaco de pipa, de sopas en casa a la noche, al calor del hogar. En las otras, en cambio, aparece una humanidad profundamente infeliz, sucia, dolorosa y malvada. Es como si toda la amargura contenida en el relatar las aventuras de Maigret se vertiera sobre las novelas del segundo tipo.
¿Qué es lo que impresiona de Simenon? Una respuesta que podría dar un lector cualquiera es la aparente facilidad de su escritura. Todo se presenta con palabras fáciles: no importa si el que lee es un literato acostumbrado a escrituras articuladas y complejas, al avanzar lógico del matemático o del filósofo, o si es un repostero que a lo sumo lee los ingredientes de recetas en libros de repostería y las noticias en el diario deportivo, o un taxista que en las horas vacías lee un libro por placer o aburrimiento: cualquiera va a entender sin el menor obstáculo, sin el menor tropiezo. Y esto resulta así incluso y sobre todo con Maigret, por lo tanto se trata de un género voluntariamente popular, tanto es así que muchas veces se le reprochó a Simenon su parquedad con las palabras: alguien hizo la cuenta y al parecer su vocabulario no excede las dos mil palabras. Poquísimo si entendemos que un hablante común suele arreglárselas lo más bien con menos de ocho mil.
Y sin embargo, se lo conoce como “el hombre de los excesos”, el de las cuatrocientas novelas y las mil mujeres. Y aunque lo de las mujeres no es comprobable, lo de las novelas sí.