“Todos obtienen lo que desean. Yo quería una misión y por mis pecados me dieron una, traída como en un room service. Una misión muy especial. Cuando acabó, nunca querría otra” Charlie Sheen como el capitán Willard en Apocalypse Now (1979), dirigida por Francis Cóppola.
Lo juro: algún día le arrojaré un zapato al televisor cuando escuche una vez más la espantosa frase “capaz que sí” en lugar de “quizá” o “tal vez”. Una furia similar me ataca cada vez que, alegremente, usan “aguante” en lugar de valentía –vieja herencia del 2001– o cuando alguien, eufórico, dice que algo “está bueno”; no que “es” bueno –Santo Heidegger, Batman: ¡eso debe ser el famoso olvido del Ser!–. Las palabras no son inocentes. Reflejan una época volátil, donde lo que hoy es, mañana puede ya no ser o convertirse en lo opuesto. Para cubrirse de esas mutaciones, los medios adoptaron una nueva desgracia estética: anteponer el artículo indeterminado “un” cuando hablan de cualquier famoso.
Por ejemplo, “Vimos una Jelinek angustiada”. O “un Humberto Grondona pragmático dijo que prefiere ir al Mundial antes que ganar el premio Fair Play”. ¿Un? ¿Hay más? ¿Serán, acaso, muñecos intercambiables, babuschkas rusas que un día surgirán desde sus adentros para decir o hacer cualquier otra cosa sin el menor pudor? ¿Algún día, más sereno, Humbertito les explicará a los chicos de 17 años que dirige que existe algo más que la miserable idea de ganar a cualquier precio? Mmm… No lo creo.
Con Guillermo Marconi la cosa se complica. Porque –me sucede con De Niro pero eso es culpa del Actor’s Studio y su método– uno tiende a creer que hay muchos Marconis. Uno abogado; uno ex árbitro, uno titular del SADRA –un sindicato de árbitros–; uno funcionario menemista con Triaca de ministro; uno secretario general del Sindicato de Empleados y obreros de la Enseñanza Privada; uno que conduce el programa de cable Confesiones, donde dialoga con el presbítero Guillermo Marcó –durante tres años portavoz del hoy Papa Francisco–, sobre religión, algo de moral y bastante de política; y el más conocido: el que opina sobre fútbol. Debe haber más, intuyo. Hoy trabaja con Vignolo, en Fox Sports, donde compartía panel, entre otros, con Miguel Brindisi, un crack inolvidable.
No importa de qué Marconi hablemos: el tipo se planta siempre igual. Es un duro. Voz grave, la mirada clavada en el otro, el discurso firme, sin fisuras. No se permite la duda –“la jactancia de los intelectuales”, la llamaba Rico– y en la discusión es capaz de eludir como Nicolino y, si huele sangre, pegar como Tyson.
Es alto; elegante –más con sus trajes que vistiendo el uniforme de árbitro que dejaba a la vista un par de piernas no tan bien formadas y un trote desgarbado, alejando del porte natural del atleta–; y su pelo peinado hacia atrás con fijador onda años sesenta le da un toque vintage que puede seducir a muchas mujeres hartas de tanta ambigüedad metrosexual. Por alguna razón me recuerda a Eduardo Sandrini, el hermano de Luis, que en sus películas hacía de villano fifí, con smoking, voituré y un bigotito de aristócrata que Marconi transformó –oh, no–en barba candado, su marca por años. Sucede que esa barbita tiene muy mala prensa y más entre los jóvenes. “Es de garca”, dicen. Feinmann y García Belsunce, claro, no ayudan.
Marconi era un árbitro del montón en la A.A.A. y cuando quiso presidirla, perdió las elecciones de 1986 contra el binomio Vigliano-Demaro. Se fue y, con el guiño cómplice de Grondona, armó un nuevo sindicato con jueces del interior. Supo esperar. Su momento llegó en 1992, con los jueces en paro general luego del escándalo con Castrilli en River. ¿Huelga? No problem. Don Julio tenía a los Marconi boys listos, con el pito en la boca. Y hubo fútbol. Esa fue su entrada triunfal en el mundo del fútbol. Pateando tachos, ganando enemigos.
En los últimos días Marconi habló con sinceridad brutal. Y dijo esto:
a) “Negar la corrupción en el arbitraje es una tontería”.
b) “No pongo las manos en el fuego por ningún árbitro: solo las pongo por mi perro, mi mujer y mis hijos”.
c) Soy de Independiente, estoy orgulloso de serlo y yo mismo le pedí a la AFA que ninguno de mis árbitros lo dirija para evitar suspicacias”.
d) “Lo dije y lo repito: Unión y San Martín de San Juan están en el horno y el tercer descenso lo definirán Independiente y Quilmes. ¿Cuál es el problema, eh?”
Yo, al menos, veo uno: ¿Quién dirigirá, entonces, a los que pelean el descenso con su club? Saúl Laverni, afiliado a su gremio, lo dice sin pelos en la lengua: “Se nos va a hacer muy difícil dirigir a los equipos que pelean el descenso después de las irracionales y desubicadas declaraciones de Marconi. Fueron increíbles. Nos perjudican muchísimo”.
De la noche a la mañana Brindisi pasó a ocupar la silla eléctrica de Gallego y aceptó una misión durísima: salvar a Independiente en solo diez partidos. Se sentía cómodo con su nueva vida en el Senado de los Técnicos Sin Trabajo, ocupando su sillón de panelista. Pero una metralla de negativas –Falcioni, Fossatti, Trossero y alguno más–, provocó en Marconi un severo cuadro de excitación psicomotriz. Todo pasó muy rápido. Brindisi. Cantero. Bendición de Don Julio. Firma. Y todos felices.
El que no está feliz es Aníbal Fernández, senador y presidente de Quilmes, que hoy camina por las paredes. “Estoy furioso con Marconi, que maneja árbitros, dice que es hincha de Independiente y encima le busca técnico. Me parece espantoso. El silogismo cierra así: Quilmes descendido. ¿Ah sí? Yo no tendré guita para incentivar a nadie, pero de algo estoy seguro. ¡No voy a dejar que nadie tome a Quilmes por pelotudo!”. Glup. Pelea de pesos pesados.
Por cierto, ¿se acuerdan del fútbol? Es eso que pasa en la cancha –en la vida, decía Johnny– mientras nosotros estamos tan ocupados, pensando en otra cosa.