Desde que practico artes marciales, busco comprar espadas chinas que aquí no se consiguen. Como viajo con escenografía teatral, el traslado no es problema: las armas se pueden pasar por las aduanas más fluidamente que las tablets o el tabaco, por nombrar sólo dos cosas que me interesan lo mismo que la nada.
Probando el peso, el tamaño, la versatilidad de la vaina o de la tsuba, me siento como Uma Thurman en Kill Bill, buscando su katana vengadora en el remoto Japón. En Toronto, por ejemplo, me vendieron dos espadas chien muy similares, de acero, pero una costaba el doble de la otra, porque –según su dueño– podía afilarse de verdad. ¿Quién haría tal cosa? Compro la más cara porque todas son un poco baratijas y ésta tiene un pompón rojo elegantísimo que otorga verosimilitud a la rara compra. El pompón duró en mi práctica lo que un suspiro: mi maestro lo cortó sin decir agua va en el primer ataque por sorpresa.
En Bruselas me ofrecen espadas japonesas pesadísimas que retuercen las muñecas al hacer los giros básicos. Son contundentes y yo debo escanear mi valija en tres aeropuertos diferentes. Así que desisto de la katana y me concentro en un nunchaku modestísimo. Es imposible. Los nunchakus están prohibidos en Bélgica. Se puede practicar con ellos pero no comprarlos. Un nunchaku son dos palitos y una soga. ¿Por qué se permite vender un armatoste de filo moderado que corta un cuello de un golpe solo pero no un nunchaku, una defensa casera, además inmanejable? Es simple, me dicen dos empleados de dos tiendas: el nunchaku se puede esconder muy fácil en la ropa de un caco sin pretensiones. La espada, imposible.
Bélgica es un gigante de la fabricación de armas de fuego en Europa y se me antoja que algo de esta hipocresía armamentística se nos repite eternamente en la política. El presidente anuncia que repatriará los 18 millones que había declarado no tener en un paraíso fiscal. Con el correr de las horas, las leyes de blanqueo de capitales deshacen el koan anudado por tanto tironeo de la lógica: los funcionarios tienen prohibido entran en el blanqueo. Allá quedan los millones en Bahamas. ¿Y el honor?
Supongo que me gusta la espada porque simboliza una forma antiquísima de honor: hay que poner el cuerpo tras el filo, asir la empuñadura con esmero y defender con el alma lo que se dice o lo que se ha hecho. La espada no admite operaciones complicadas. Por eso está históricamente exenta de tasas, de revisiones aeroportuarias, de contrabandeo y de sospecha.