Malditos bastardos, ¡todavía estoy vivo!” Así termina Gomorra, el best-seller de Roberto Saviano que llevó a su autor a la clandestinidad tras ser condenado a muerte por la camorra napolitana. Aunque el tono premonitorio y desafiante de la frase haga presumir lo contrario, cuesta creer que los mafiosos se hayan tomado el trabajo de sentenciar al escritor. Porque más allá de algunos arrestos de bravura (“¡Yo tengo las pruebas”!), de algunas páginas enfáticas y declamatorias, el libro es periodísticamente inocuo y literariamente pobre, desgracia que se ve agravada en la reciente traducción al castellano. La información que proporciona Saviano es parcial, los personajes no tienen gracia, sus reflexiones son pueriles. Pero, sobre todo, se trata de un libro fragmentario y confuso. Si en un capítulo se afirma que la nueva organización mafiosa es mucho más flexible e inclusiva y de ese modo evita los conflictos de poder de antaño, en el siguiente se pasa a narrar una guerra implacable entre los clanes. Si en algún momento se dice que la conexión del delito organizado y la política es ahora menos férrea, a continuación se menciona el récord de disolución de consejos municipales acusados de infiltración mafiosa. Saviano no explica estas contradicciones, pero prefiere dedicar páginas enteras a consignar los sobrenombres de cada boss o se distrae con la vida del general Kalashnikov, inventor del fusil homónimo. Para colmo de males, el libro está narrado por una primera persona intermitente de la que no queda claro qué lugar ocupa en el escenario de los hechos. La escasa densidad de ese fantasma ayuda a que el libro parezca una obra colectiva.
Así y todo, si se atraviesa el desierto de sus trescientas páginas, Gomorra da una idea de la variedad de las operaciones mafiosas con centro en Nápoles, de sus ramificaciones en otras partes del mundo y de su influencia en la economía planetaria, tanto en actividades legales como ilegales. A fuerza de repetirlo, Saviano logra convencernos de que los camorristas de la zona de Secondigliano son mucho más brillantes como mafiosos que sus colegas sicilianos, calabreses o americanos. Sólo por esa manifestación de orgullo local merecería la absolución por parte de sus paisanos.
Casi tan viejo e irresoluble como el dilema del huevo o la gallina es el del libro o la película. Las estadísticas, sin embargo, muestran que cuanto peor es uno mejor es la otra y viceversa. Gomorra, la película de Mateo Garrone que acaba de arrasar con todos los European Film Awards, es un excelente ejemplo de la vigencia de esa norma. Garrone se enfrentaba con un desafío doble: por un lado, darle unidad a un libro tan poco estructurado como la guía telefónica. Por el otro, evitar la trampa eterna de las películas del género, que es la de simular una denuncia para terminar en el panegírico implícito o descarado: una película sobre la mafia, desde el primer Scarface, suele ser una película a favor de la mafia. La solución elegida por el director es notable, porque la versión fílmica de Gomorra se desprende del tono altisonante y farragoso del libro pero potencia su ambiente caótico. Garrone elimina al protagonista y a los grandes capos para limitarse a poner en escena los lugares, darle un rostro a los grises personajes de Saviano y expandir o inventar cada pequeña historia. Así, el mamotreto cobra vida y le permite al espectador habitar un territorio consistente en el que los relatos individuales se entrecruzan como escenas cotidianas, sin énfasis y sin moralejas. De unas pocas líneas ocultas en el libro, la película extrae escenas extraordinarias y logra del conjunto una impensada potencia, una vitalidad que corresponde a la olvidada capacidad del cine de hacer que el mundo se vuelva optimista por el simple hecho de mirarlo, pero sin concederle nada a sus poderes.