COLUMNISTAS
libros

El inconstante

default
default | CEDOC

Siempre es difícil hablar o escribir de lo que uno tiene más cerca, y es probable que sea la propia cercanía la que nos impulsa a tomar distancia: vistas de cerca, cosas y personas se nos vuelven monstruos.

En su momento, la lectura de la breve novela autobiográfica Adolfo, de Benjamin Constant, me resultó extraordinaria, es decir, extraordinariamente productiva en relación con las posibilidades que brinda la literatura.

No hay fecha para poner cierre al descubrimiento de lo extraordinario, aunque hay que reconocer que el tiempo va clausurando poco a poco la ocasión de aparición de esos bólidos.

Esto no le gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

En el Adolfo encontré, al mismo tiempo, la disposición de un narrador que solo podía dar cuenta de sí mismo en términos de la más pura inconsecuencia, y esa misma inconsecuencia se volvía materia abismal de una obra concebida, a la vez, con la intensidad de acontecimientos propia del folletín y la pericia de un lazo inmortal con la frase bien dicha. Elegancia, pasión y desesperación para montar una máquina narrativa que sigue o funda una de las líneas de la novela romántica.

De Benjamin Constant, que hacía burla de sí mismo llamándose Inconstant, como si supiera de antemano que el apellido es destino o impulso de huir de este, tardé diez años en conseguir otro de sus libros, una novela inconclusa, Cecilia, que el propio autor olvidó en un cajón.

Y recién treinta años más tarde, ayer, para ser más precisos, me animé a adquirir dos libros más, su Diario íntimo y El cuaderno rojo. Me asomé durante un rato al último, más breve, y encontré, como siempre, las peripecias de un sujeto que en el deseo de desear inviste al objeto de su pasión y luego, consternado, descubre que no sabe bien qué hacer con lo poseído.

Solo que, a diferencia de sus novelas, en El cuaderno rojo asoma la veta de un delicioso humorismo que nos permite creer que las fuentes del estilo admiten la demora.