“¿Había que soñar con ser maoísta para luego volverse norteamericano?”, se pregunta Régis Debray en un célebre trabajo escrito al cumplirse el décimo aniversario de Mayo del ’68, la gigantesca insurrección estudiantil que estremeció a la V República Francesa. El filósofo, compañero del Che Guevara en Bolivia (fue condenado a treinta años de prisión en 1969, pero amnistiado un año más tarde al asumir el presidente Juan José Torres), agrega luego: “En Francia, todos los Colón de la modernidad, a la zaga de Godard, creyeron descubrir a China en París, cuando lo que estaban haciendo era desembarcar en California. Era el viento del Oeste el que hinchaba las velas, pero ellos se guiaban por el Libro rojo, que decía lo contrario”.
El kirchnerismo, que sólo tiene en común con la revolución maoísta la procedencia de su candidato a vicepresidente y una marcada inclinación hacia el pensamiento único, practica sin embargo una retórica inflamada que bien podría ingresar en la categoría “lengua de viento”, como llama Debray a los discursos altisonantes de las históricas barricadas del Barrio Latino, una “sintaxis sin semántica donde los signos juegan entre ellos, en el aire…”.
Lejos del inocente consignismo de aquellos enfants terribles que equivocaron de costa, la malversación de discursos que impregnó la década K fue una de sus más sofisticadas creaciones. Y su poder de atracción hacia muchos intelectuales de izquierda, uno de sus más inexplicables logros.
Durante el reinado del matrimonio venido desde el Sur se produjo una fuerte escisión entre práctica y pensamiento. Es verdad que esto no sucede por primera vez en la historia, pero el fenómeno resulta ahora más enigmático ya que se desarrolla en una época donde todo se sabe: desde los antecedentes políticos de los líderes hasta la transferencia indebida de los dineros del Estado a manos particulares. El que no ve ni escucha es porque prefiere no hacerlo. Nadie puede alegar su propia torpeza.
Doble discurso. En estos largos años de fogatas verbales, una colección de potentes términos –modelo, militancia, memoria, pueblo, liberación, monopolio, enemigo, buitre– fue ocupando el espacio público, algunas veces para enmantecar las falencias de una mediocre administración, otras simplemente para vaciarlos de contenido y aturdir a los receptores. Y en la abrumadora mayoría de los casos –hay honrosas excepciones–, para cubrir el abismo que separa ese palabrerío del comportamiento ilícito de una nomenclatura que se enriqueció sin límites. En julio pasado, una denuncia periodística ventiló el curioso empinamiento social de Katya Daura, presidenta de la Casa de la Moneda, funcionaria muy cercana a Amado Boudou. Casada con Manuel Somoza, un empleado del Senado de la Nación, es decir un hombre que también vive de un sueldo público y reporta al actual vicepresidente, la titular de la fábrica de hacer billetes se había mudado a una mansión de 400 metros cubiertos y 4 mil metros de exquisitos parques, ubicada en un coqueto country de Pilar. Según declaró la compradora, el precio de la propiedad fue de 300 mil dólares, gasto más que justificado por tener ella una “familia muy numerosa”. Este jueves se supo que, de acuerdo a la tasación ordenada por la Justicia, el valor real de la propiedad oscila entre los 700 y 900 mil dólares. El juez Ariel Lijo será ahora el encargado de determinar si los recursos de la señora Daura tienen origen justificable. “Para pensar bien no hace falta vivir mal”, dijo alguna vez un acaudalado activista de izquierda. Puede ser.
El affaire de la flamante vecina de Pilar es, sin embargo, apenas una anécdota (menor, por cierto, si se la compara con las causas de lavado de dinero o tráfico de efedrina que se apilan en los juzgados federales) de una práctica usual en estos tiempos esquizofrénicos. Nada de lo que se proclama parece tener correspondencia con lo que se hace.
Esta misma semana, en plena campaña, la presidenta de la Nación, acompañada por el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, se dio el gusto de castigar a los líderes del Primer Mundo por sus trágicas políticas migratorias. “Que nadie nos venga a poner de ejemplo a los países del Norte, a esos países que expulsan inmigrantes y dejan morir chicos en la playa”, exclamó Cristina Fernández en un acto realizado en José C. Paz, la comarca del inoxidable Mario Ishii, aquel barón del Conurbano que alguna vez dejó a su madre a cargo de la intendencia para realizar un viaje, y que acaba de ganar con holgura las elecciones primarias del distrito, con lo que se descuenta su retorno al sillón mayor del empobrecido partido del conurbano bonaerense. Pocas horas antes, se había difundido la noticia sobre la muerte por desnutrición de un chico de 14 años en la provincia de Chaco. La jefa de Estado, que hace tres meses se jactó ante la FAO de que Argentina está próxima a erradicar la pobreza (5% de la población, según sus propias estadísticas), no consideró necesario hacer ninguna aclaración al respecto. El libreto no se mancha.
A la carta. Después de algunos corcoveos, finalmente los intelectuales K le encontraron la vuelta “ideológica” para ratificar su apoyo a la continuidad del modelo. La Carta Abierta Nº 20, publicada por PERFIL el domingo pasado, convoca “al pueblo argentino a apoyar a Daniel Scioli y a Carlos Zannini como el camino para la continuidad de las mejoras políticas de estos años y como barrera de contención contra los intentos de restauración de una derecha que busca clausurar la totalidad de las experiencias democráticas y populares de nuestro continente…”.
Nunca habrá imaginado el gobernador de Buenos Aires, nacido a la política de la mano de Carlos Menem, que su aporte a la historia terminaría siendo el de contener a la derecha del continente. Menuda tarea.
¿Había que soñar con ser de izquierda para luego volverse sciolista?