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El mejor Martini del mundo

El mundo de los cócteles es intrigante, fascinante. Esa alquimia del presente nunca ha dejado de atraerme, a pesar de que ya, como decía alguien de quien no recuerdo el nombre, “conozco todos los vicios pero no practico ninguno”. Mal cocinero, me vanaglorio de ser un coctelero pasable: poseo las suficientes dosis de obsesión y perfeccionismo como para que algunos de mis tragos resulten óptimos.

Hay un libro de memorias inolvidable, Mi último suspiro, en el que Luis Buñuel dedica un capítulo entero a explicar cómo hace para preparar el mejor Martini del mundo. De hecho, Buñuel andaba por ahí con un pin en el ojal que decía precisamente eso: “Hago el mejor Martini del mundo”. En su caso, la obsesión y el perfeccionismo alcanzaban niveles inimitables. Ya se sabe, el Martini es el único cóctel cuyo ingrediente fundamental no es el que aparece en su nombre. La copa, previamente enfriada, es rociada en su interior por una cantidad ínfima de Martini, que luego, una vez que se ha logrado que el líquido bañe todo el interior con un pátina oleosa, se descarta, para llenar la copa, según los gustos, de vodka o gin (Buñuel, para exagerar esa presencia fantasmal en el trago, decía que bastaba hacer pasar un rayo de sol a través de la botella de Martini que terminara diluyéndose en la copa en la que iba a servirse).

Hace poco me reía viendo a un chico en TikTok explicar una teoría que a esta altura podía considerarse conspirativa. Más o menos decía que el Martini “agitado, no revuelto” de James Bond tenía una explicación estratégica: al agitarse y no revolverse, decía él, el agua quedaba en la superficie, de modo que James Bond podía simular que bebía sin emborracharse. Lo inentendible era cómo hacía para aparecer el agua en el Martini. Bond hubiese matado por menos de eso. De hecho el coctelero se esfuerza demasiado en evitar que la copa, una vez enfriada, carezca de todo rastro posible de humedad: un Martini “húmedo” es un Martini muerto, algo intomable para cultores de la coctelería de alto vuelo como Luis Buñuel y James Bond.

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El director de cine español murió en 1983, y sin hacerse esperar, un mexicano –casi como Buñuel– ocupó súbitamente su lugar: Gonzalo Celorio, el mismo que acaba de recibir el Premio Cervantes. Su posicionamiento en el lugar dejado por Buñuel tuvo lugar, sobre todo, porque nadie más quería ocuparlo. Eso no habla en detrimento de Celorio, porque si hay algo indudable es que ese lugar le correspondía: lo que trato de decir es que todos sabían que ese lugar debía ser suyo y de nadie más. No se trata de amar un arte (todos aman alguno, aunque sea el arte de matar), sino de amar una minúscula versión de ese arte, una variante insignificante.

Una noche, Luisa Valenzuela, conocedora de mi afición por el Martini, me invitó a su casa, una fiesta íntima a la que acudiría también Gonzalo Celorio, que estaría regada por Martinis hechos por el propio escritor. Naturalmente no falté a la cita, porque siento debilidad por Luisa y porque amo los buenos Martinis. En un momento de la velada, Celorio consideró que había llegado el momento y se dispuso a preparar en la cocina una veintena de Martinis. Fue descartando el hielo de cada copa, sacudiéndola a placer para que no quedara dentro ni una gota, y luego comenzó con ese ritual exquisito que consiste en verter dentro una pizca de Martini y hacerlo girar, para luego volver a sacudir la copa vigorosamente en la pileta, descartando todo, dejando en las paredes de la copa solo un perfume, o mejor, los restos de un perfume. Rellenó al fin las copas de gin y los comensales bebieron, gustosos, pero sin decir una palabra. Yo, que veía a Celorio ufanarse en hacer felices a todos sin recibir nada a cambio, esperé mi turno, bebí despacio, saboreé, tragué y le dije algo que sin ser del todo cierto tenía mucho de verdad: “Es el mejor Martini que probé en mi vida”.

Nunca, ninguna mujer (bueno, tal vez solamente mi madre), me miró con tanto amor como Gonzalo Celorio aquella noche.