Visité Nueva York unas cinco veces, pero sólo ahora noté el cartelito “Zagat rated” en la vidriera de restaurantes, cafés, fondas y bolichones de Chinatown, de Brooklyn o del Upper West. En una deducción brillante, supuse que hablaban de una guía gastronómica y después me di cuenta de que se vendía en librerías, en quioscos, en la tienda del hotel, en todas partes. En 1979, Tim y Nina Zagat, un matrimonio de abogados neoyorquinos, comenzaron a distribuir unas hojas mimeografiadas que reflejaban la opinión de sus amistades sobre los comederos de la ciudad.
Publicada por primera vez como libro en 1983, la Guía Zagat se expandió hasta convertirse en un emporio. Hoy se publica en más de 50 ciudades del mundo y la marca cubre también los rubros hotelería, lugares de veraneo y vida nocturna, entre otros.
Hasta aquí, apenas otro relato de Cenicienta en el mundo empresario. Pero Zagat no es simplemente un competidor de Michelin o de Time Out: es una avanzada del futuro. Como todas las de su género, la Guía Zagat está compuesta por reseñas de cada restaurante. Pero estas no son escritas por un gourmet o un crítico gastronómico, sino por el público. Cada año, 20 mil personas envían sus opiniones a la familia Zagat, sin recibir otra paga que un ejemplar gratis de la guía. En cada formulario, los colaboradores le asignan a cada establecimiento cuatro puntajes: por la comida, la decoración, el servicio y el precio. Luego se hace un promedio en cada ítem y se eligen las opiniones que reflejan más apropiadamente la estadística. Finalmente, un editor arma la reseña con frases tomadas de distintas fuentes y queda algo así: “Este restaurante japonés es ‘un poco pequeño’ pero ‘insuperable’ y proporciona una ‘experiencia inolvidable’ en una ‘atmósfera relajada’ aunque ‘clásica’. ‘Si uno logra entrar’ lo más probable es que ‘le robe el corazón’”. Lo que figura entre comillas simples son las opiniones originales que se usan como fuente de estas curiosas piezas literarias. El populismo es una fuerza demoledora en la cultura americana (es decir, en la cultura mundial) y los Zagat encontraron cómo usarlo en su provecho. Desde ahora, ¿quién necesita de expertos para que nos aconsejen dónde comer? Cualquiera de nosotros es igualmente idóneo para saber si está bueno el couscous o los fettucini y podemos fiarnos de su opinión, sobre todo si proviene de una encuesta, base de la democracia. Este razonamiento no suele tomar en cuenta que hay gente de mejor gusto que otra, que la experiencia es importante en materia de comidas y que la síntesis entre un elogio rotundo y una descalificación radical no resulta en la medianía sino en la nada. Para no hablar del daño cerebral que provoca leer esas frases frankensteinianas.
Los críticos del método Zagat agregan que con el tiempo, los contribuyentes imitan el estilo general de la guía y todo tiende a expresarse en ese estilo de frases convencionales y estereotipadas, que no pueden competir con la sutileza ni la profundidad de un auténtico escritor gastronómico. Pero esas son consideraciones elitistas. La marea es irresistible: todo será Zagat en poco tiempo. Si la paella se elige por votación, por qué no elegir por votación los libros, las películas o los museos. De hecho, es lo que está empezando a ocurrir. El nuevo y fastuoso Festival de Cine de Roma no tiene un jurado convencional y el premio lo otorgan cincuenta aficionados. Por lo pronto, ya existe la Guía Zagat de películas, que se recomienda como la perfecta compañía para concurrir al videoclub. Es que el pueblo ya no vota sólo en la recaudación, sino en difusión de sus opiniones. Pero si se busca un argumento para demostrar que los Zagat han triunfado en toda la línea, basta recorrer algunos suplementos culturales para comprobar que la mayoría de las reseñas literarias o cinematográficas se escriben como para ser indistinguibles de las que produce el método.