Hace un par de semanas escribí para PERFIL una crónica desde Berlín, con motivo de conmemorarse el 25 aniversario de la “caída” del muro que dividía en dos la ciudad desde 1961. Fue, como conté allí y en el programa Patria o suerte, que se emite cada domingo de 12 a 14 por la radio de la Ciudad, un acontecimiento excepcional, de aquellos en los que uno siente que está casi rozando la piel de la historia.
Ahora, cumplido ya el servicio periodístico del cronista, creo que puede ser interesante para los lectores que aproveche el espacio enmarcado como “columna de opinión” para dar a conocer el resto, lo que queda, la impresión que se tiene y se lleva después de atravesar un episodio así.
Como comprenderán, además de mirar, ver y preguntar, resulta inevitable medir, comparar y pensar desde el lugar de pertenencia, desde el país de uno. Son sólo breves apuntes, reflexiones al paso, apenas eso. Aclarados los términos, ahí va:
Uno. El Muro, en principio un alambre de púas sostenido por postes cruzados, luego pared de cemento, más fosas, torretas con guardias, perros, pasos fronterizos, nunca logró evitar los intentos, los planes, los sueños de fuga y reencuentro.
Dos. He visto alemanes de todas las edades llorar, abrazarse entre sí, con sus hijos y conmoverse hoy, 25 años después, como si todo hubiera sucedido ayer. El Muro les recordaba lo que habían atravesado desde el comienzo del siglo XX. Dos guerras mundiales, el nazismo, la derrota, la demolición, el hambre, la devastación, la muerte, la división de las familias, de los amigos, de la humanidad.
Tres. Pero era sólo un muro. Extenso, arbitrario, grafiteado, insultado, pero un muro al que la noche del 9 de noviembre de 1989, los ciudadanos del Este y el Oeste lograron subirse y pasarlo por arriba como si dieran un impresionante salto histórico, en largo o con garrocha, sobre años y años de intolerancia, de guerras absurdas, de tiempo perdido a manos de fanáticos que impulsaron la locura colectiva, cometieron crímenes atroces y arruinaron millones de vidas posibles.
Cuatro. Ahí estaban ellos, preguntándose todavía: ¿cómo, por qué tuvimos que llegar a esto para comprender que no hay absolutos, ni sistemas perfectos, ni razas superiores, ni reinos eternos, ni felicidades, ni patrias impuestas. Todo lo que había y hay es lo que logramos ahora, convivir, comprender que la democracia es humana, ambiciosa, equívoca, insatisfactoria, que cumplir la ley importa, que somos el otro de los otros, que nadie puede quedar atrás, abajo.
Cinco. Todo eso que se oponía a entender esto que ahora disfrutan –el trabajo, el café, el paseo en bicicleta, el arte, el fútbol, los domingos, los parques, el sol frío del largo otoño-invierno de Berlín, la paz de un bienestar más o menos bien repartido– se representaba en un muro que ha dejado su cicatriz por toda la ciudad. Allí donde hay una doble fila de adoquines, por ahí pasaba el muro.
Seis. Los miro, los veo y pienso: ojalá fuera un solo muro el que nos divide a nosotros. Me pregunto: ¿cederán algún día los alambres que desde el menemismo separan los countries y barrios cerrados de los barrios de antes? ¿Se desmontarán las rejas, los barrotes, los alambres de púas colocados en las casas? ¿Caerán las villas, se levantarán barrios dignos en su lugar? ¿Se podrá demoler las altas paredes que dividen entre unos y otros la educación, la salud, la justicia, según de qué lado te toque nacer? ¿Se podrá tirar abajo alguna vez el sistema de influencia y poder de los que hace más de veinte años mandan en los sindicatos y en la política, los que se han hecho millonarios viviendo del Estado, del dinero de todos? Los Moyano, Cavalieri, Genta, Barrionuevo, Gerardo Martínez, Manzano, Aníbal Fernández, Báez, Boudou, Kirchner, Conti, Recalde y otros tantos, y las bandas que mantienen.
Regreso. Me doy ánimo. Estamos aprendiendo. Falta menos. Las redes sociales ayudan a desmoronar la mentira, algún día también nosotros saltaremos la historia y los pasaremos por arriba.
*Periodista.