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El navegante infeliz

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Desde pequeña tuve una certeza: para mí, las estatuas tenían alma. No sé si esta creencia me venía de la devoción por las imágenes sagradas o si quedó grabada en mi inconsciente después de la lectura del emotivo cuento de Oscar Wilde, El príncipe feliz.

Me acuerdo –como si fuera hoy– del día en que mi padre me leyó esa historia que terminó con mis ojos húmedos y un nudo en la garganta. Muchos recordarán el cuento, claro. Es un cuento para niños, pero una alegoría para los grandes.

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Voy a hacer una síntesis, esperando que Wilde me perdone la simplificación.

Un príncipe se erguía sobre la columna de un monumento, todo revestido en oro, con ojos de zafiro y un rubí en el puño de su espada.

Ante la llegada del frío, una golondrina se refugia entre los pies del príncipe. A partir de allí, nace una entrañable relación entre los dos. Una noche, la golondrina ve que el bello hombre de oro llora.

—¿Quién eres? –le pregunta–.
—Soy el príncipe feliz.

—Entonces, ¿por qué lloras?
—Cuando vivía en el palacio, todo era placer. Y ahora que estoy muerto, me colocaron a tal altura que puedo ver toda la fealdad y la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no puedo sino llorar.

Entonces el príncipe, ya infeliz, envía a la golondrina con las piedras preciosas de sus ojos y su espada, y luego con las láminas de oro que lo recubren, para depositarlas en los hogares donde hay hambre, frío, enfermedad. De este modo, el pájaro tiene que postergar su viaje a Egipto varias veces, hasta cumplir los pedidos del príncipe. Este queda ciego (con sus ojos huecos) y  deslucido (sin su capa dorada). Y la golondrina, con la llegada de la nieve, siente que su vida se acaba. Pero ya ambos están enamorados. “Besó al príncipe feliz en los labios y cayó, muerta, a sus pies”, escribe Wilde.

Cuando el alcalde de la ciudad ve el monumento del príncipe, con su aspecto miserable, ya no lo quiere tener ahí.  Bajan la estatua y la hacen fundir, diciendo: “Tendremos que levantar otra estatua, por supuesto. Y, por ejemplo, podría ser la mía”. Cada regidor quiere poner su propia estatua. Mientras discuten, el maestro de los fundidores descubre un corazón de plomo roto, que el horno no logra derretir. Lo arroja sobre un montón de cenizas, donde estaba también, tirada, la golondrina. “Tráeme las dos cosas más valiosas de esta ciudad”, le dice Dios a uno de sus ángeles. Y éste le lleva, para que revivan en su  Edén, el corazón de plomo y el pajarito muerto.

¿Y si, por esos alabares de la fantasía, en lugar del príncipe feliz se tratara de la estatua de Cristóbal Colón, acá, en la Ciudad de Buenos Aires?
El bellísimo monumento de ayer está descuartizado hoy. El otrora navegante feliz, esculpido en mármol de Carrara, con sus seis metros de altura y los veinte de la columna, abajo, está durmiendo en lo que parecieran ser las ruinas de Pompeya o de Cartago… Desparramados por ahí están el genio, la ciencia, el océano, la civilización y también la fe y el porvenir (las figuras escultóricas de su base). ¿No suena a ironía del destino?

¿Qué pasa con el corazón de mármol de Colón? ¿Llora como lloraba el príncipe feliz?

¿Extraña su visión del río, su mirador, desde donde oteaba el horizonte, con las cartas de navegación en sus manos? ¿Se acuerda del italiano Arnaldo Zocchi, que lo esculpió? ¿Añora a los italianos que lo regalaron a esta ciudad?

¿Extraña las palomas? ¿Estaría enamorado de alguna de ellas?

¿Sabe que  quieren reemplazarlo, tras casi cien años, por otra figura? ¿Que alrededor de él bulle el siglo XXI, y que aquí sólo unos pocos piensan en él, porque lo que ocupa las mentes de todos son el miedo, la inseguridad, la corrupción, los tarifazos, la inflación? ¿O seguirá sin saber aún que esto no es la India sino el sur de América del Sur?

Su vida no fue fácil. Tiene que cargar con el peso de un descubrimiento, que dio lugar a algo tan cruel y polémico como la conquista y la colonización (palabra que lo nombra). Pero, a pesar de todo, sigue siendo un símbolo tutelar.

Mientras las autoridades discuten su destino, el navegante infeliz descansa. ¿Descansará su corazón en paz?

*Escritora y columnista.