“Pueden prohibirme seguir
mi camino, pueden intentar forzar mi voluntad; pero no podrán
impedirme que, en el fondo de mi alma, elija a una o a otra.”
Henrik Johan Ibsen (1828-1906)
Ese paso final era fundamental. Con lentitud exasperante, en línea recta y el cuerpo bamboleante, uno avanzaba, ahora yo, ahora vos, pegando punta y talón, buscando pisar el pie del líder rival. Entonces sí. Uno ganaba el derecho a sumar al mejor del montón y el equipo se armaba para ganar el picado. “Pan y queso” llamaban a ese artesanal sistema eleccionario. Nunca fue fácil elegir. Había candidatos cantados, esos que todos querían en su equipo. Pero eran pocos y la decisión se complicaba mucho cuando aparecían los nuevos, que llegaban invitados o después de preguntar si había equipo, si se podía jugar. Mi experiencia –fui jugador en varias cuadras de Piñeyro y en los feroces potreros de Los Siete Puentes, en Avellaneda– me enseñó a desconfiar de los jugadores demasiado producidos, esos tipos que elongan antes de empezar y se pavonean con sus botines con tapones, ropa de marca, impecables medias al tono, vendas, canilleras, camiseta con sponsor. Ese marketing no asegura nada, muchachos. Daban bien en la previa, para la foto, pero después le pegaban con la canilla. Por el contrario, los tipos que mostraban sin pudor sus zapatillas con flecos, medias de vestir, pantalón de gimnasia y remerita cualunque resultaban ser unos fenómenos que ni te la dejaban tocar. Aprendí a desconfiar de la publicidad en aquellos años de fútbol salvaje, sin límite ni tiempo, sin postes, técnicos, jueces ni resultado. Al bueno se lo descubre en la cancha, con la pelota en los pies. Minga de pilcha, ni bla bla. Ojo con eso.
La evolución de la actividad incluía un paso inevitable por las pétreas y desangeladas canchitas cerradas, el antepasado del Fútbol 5. Si las condiciones se daban y uno andaba más o menos bien, aparecía el Delegado, responsable de equipitos más serios. Mezcla de técnico y dirigente, esa nueva figura de autoridad complica el escenario, lo burocratiza. Muchos son justos y tienen buen ojo, sí; pero en otros funciona a full el capricho y la pequeña corruptela. Estallan complejidades impensadas, más allá de la virtud. Internas, campañas de seducción personal, chamuyo, todo para parecer más de lo que uno realmente es o podrá ser. Detalle clave para avanzar en un país como el nuestro, donde el talento se derrama incontenible, uf.
Antes uno elegía dónde jugar. Ahora, si encuentra lugar en un equipo es un lujo, aunque te hagan jugar de tres. El que de verdad tiene el poder y la 4 x 4 es el técnico. Más si viene en racha ganadora. Los de las inferiores la tienen complicada. Alguna vez, en River, alguien le aconsejó paternalmente a un flaquito de Sarandí que no insistiera con el fútbol porque con esas piernas chuecas “no podía jugar”. El chico era Roberto Perfumo y el nombre del visionario se lo tragó la historia, por pudor y buen gusto. Esas cosas pasan. Gente con talento que no llega a ningún lado y troncos con carnet que al final terminan saludando triunfantes desde el balcón. Sobres, influencias, portación de apellido, mucha suerte, noches de vino y rosas, vaya uno a saber.
Llegar a Primera es una batalla despiadada, no es fácil ni siquiera en un modesto club de la B. Operadores y cazatalentos husmean como buitres en busca de su negocio. Muy escasa resistencia encuentran a su paso. El amor a la camiseta, que antes pesaba y mucho a la hora de decidir, hoy es una ingenuidad del pasado. Al estilo del viejo, querido y siempre atomizado Partido Socialista, los equipos chicos sirven de semillero de clubes más poderosos, grandes empresarios o gerenciadores. La melodía que ahora suena es el amor a la divisa; la divisa fuerte: euro o dólares. El romanticismo que nació con Beethoven murió, digamos, con Cyterzspiller o con Borocotó, pobre, que víctima de una severa excitación psicomotriz ante la posibilidad de jugar en el Milan, hizo lo mismo que tantos pero frente a las cámaras. Chau. Se convirtió en ícono y creó un neologismo propio: el verbo borocotizar. Así son las cosas. Un profesional escucha ofertas y trata de asegurarse el futuro. Lo han hecho grandes como Juampi Carrizo, Cerrutti, Maxi Moralez, Caruso Lombardi, Bullrich, Scioli, Kun Agüero, Ocaña, Mascherano, Cobos, vos y siguen las firmas.
Hay técnicos que saben elegir jugadores. Tienen ese don. Angelito Labruna, cuentan, era uno de ellos. El Bambino Veira supo armar equipos buenos con planteles desparejos, inestables o divididos y le fue mejor que a la Alianza. Basile es zorro y tiene olfato, aunque en sus listas hay protegidos y mucha, mucha interna. Ramón Díaz sabe y se da el lujo de fichar a sus hijos, sin pudor. Incluso su colega Richard Páez, de Venezuela, puso a su nene de titular. Otros forman cuerpos técnicos con sus hijos, primos, yernos o hermanos. Los críticos feroces de este tipo de nepotismo suelen exagerar y, apocalípticos, los imaginan nombrando sucesores a sus mujeres. O a sus caballos, como Calígula. Dios no lo permita. He visto a equinos lucir en defensas y mediocampos fieros, señores, pero aunque sean indudablemente mejores, más fuertes y más inteligentes que nosotros, las mujeres, de esto, de fulbo, ya saben, cero al as.