Salí de la Argentina el 22 de octubre. El 27 murió Néstor Kirchner. Cuando volví, el 5 de noviembre, este era otro país. Elogiado por oficialistas y opositores, el cuestionado ex presidente se había convertido en un estadista pleno de inspiración. Su repentino fallecimiento, que tuvo mucho que ver con la imprudencia, fue santificado como el sacrificio de un guerrero. No es sorprendente: el deceso suele ennoblecer a las personas, incluso a las figuras públicas. Los defectos se silencian y las virtudes se magnifican.
Pero el verdadero fenómeno que observé a mi llegada fue otro: la extraordinaria euforia que reinaba en las filas kirchneristas. Se podía suponer que ante la pérdida del líder sus seguidores estarían abatidos y que el movimiento mismo se encontraría en peligro. Eso ocurrió, por ejemplo, con la muerte de Perón. Pero esta vez el efecto fue el contrario y la euforia se demostró plenamente justificada: según todas las encuestas, la popularidad del Gobierno subió a extremos nunca vistos y no parece haber torpeza, desbarajuste o disparate que la haga bajar. Los partidos opositores han sufrido un cimbronazo interno y cada día hay nuevos anotados en la carrera por pasarse a las filas oficiales.
Pensémoslo de nuevo. Muere el máximo dirigente de un movimiento de masas, el que tomaba las grandes decisiones en materia política, económica y social, el que articulaba la obediencia interna y las alianzas externas. En lugar de hundirse, su partido florece y de un día para el otro se vuelve imbatible. Hay una sola explicación posible para esta paradoja y es que Kirchner era un obstáculo para la marcha de su fuerza. Y que esta, liberada de su influencia, tiene mucho más poder en esta circunstancia del que cualquiera podría pensar. No intento hacer un análisis profundo (y ni siquiera superficial) de las razones por las cuales esto es así. La única explicación que se me ocurre es que el kirchnerismo es otra cosa, acaso más temible, de lo que se suponía. Es posible que el futuro nos depare otras sorpresas.
*Periodista y escritor.