En Córdoba, departiendo con el responsable de la excelente librería Rubén, se me ocurrió comentarle que me habían recomendado una escritora policial francesa, pero que no recordaba el nombre. A Rubén tampoco le sonaba, pero al rato descubrimos que teníamos un libro de la autora delante de nuestras narices. Es que Fred Vargas, la mujer francesa en cuestión, firma como un hombre americano.
Hay un tabú de incompatibilidad –como el del vino con sandía– entre mujeres y literatura policial. En realidad, el tabú es doble y le prohíbe al género femenino tanto escribir como protagonizar policiales. O más bien triple, porque el policial nunca dejará de ser un trabajo dudoso. En una entrevista aparecida la semana pasada en este suplemento, Hebe Uhart advierte que sus talleres literarios excluyen el tema. Poco digno para una mujer es el título de una gran novela de P.D. James y la frase tiene como destinataria a la joven Cordelia Gray, quien acaba de heredar una agencia de detectives. De todos modos, James no utilizó a Cordelia más que dos veces contra catorce del más famoso inspector Dalgliesh. Claro que para toda regla hay excepciones y podrá citarse a la pionera Miss Marple como también a la feminista V.I. Warshawski o a la ordinaria Kinsey Millhone para confirmarla.
“Cuando era un recién nacido, es decir, cuando tenía veinticinco años, quería escribir las Memorias de ultratumba o nada. No le sorprenda si le digo que eso ha cambiado completamente.” Así habla Danglard, el policía intelectual que revista en el equipo del comisario Adamsberg, protagonista de las novelas de Ward. Bien puede estar representando a su creadora. Ward es buena. Sus tramas son absolutamente inverosímiles y siempre es fácil descubrir al culpable mediante la regla de que es el personaje que sobra en el cuadro, pero es la mejor continuadora de Simenon y a Adamsberg no le queda grande el título de Maigret contemporáneo.
En la Argentina, el tabú se hace cuádruple, porque el policial está amenazado por la corrección política: nadie se anima a escribir un relato en el que el representante del bien sea un oficial de policía. Ni siquiera uno donde el detective privado reciba la ayuda de un policía honesto. Los policías serán como Almada y Garmendia, los monstruos creados por Hernán Maggiori, o no serán nada. Lo que era lícito para Walsh en Variaciones en rojo o para Sampayo y López en Evaristo hoy ha dejado de serlo. Arkady Renko puede diferenciarse de la KGB en Gorky Park o el mayor Grau de la Gestapo en La noche de los generales, pero los policías argentinos están condenados a ser un apéndice de la dictadura.
En medio de ese panorama, es muy curiosa la publicación en la colección Negro Absoluto, dirigida por Juan Sasturain, de Sangre kosher de María Inés Krimer, una abogada paranaense nacida en 1951. Krimer crea un protagonista singular: el de Ruth Epelbaum, la detective idishe. En verdad, Sangre kosher es más que nada una rareza porque confirma el tabú al que nos referimos de un modo contundente. La autora se debate entre el policial y la literatura costumbrista y son más interesantes su recuerdos sobre el funcionamiento de la colectividad judía en Entre Ríos que las pesquisas de la investigadora. Durante toda la novela, el lector tiene la impresión de que tanto Epelbaun como Krimer son demasiado frágiles para resolver un caso donde hay varios asesinatos, mafias involucradas y hasta el fantasma de la Zwi Migdal. Y al final, no es el asesino el que confiesa sino la escritora. Su heroína influye muy poco en el esclarecimiento del caso pero tampoco se entera de la solución. “Todas esas preguntas no tenían respuestas” nos dice. Es que Krimer ha inventado una forma de policial perfecto: el que se desinteresa por su enigma.