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El olor a lluvia

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Uno de los recuerdos fundamentales de mi infancia está asociado a la lluvia. Teníamos una casa inmensa y vieja, con piezas por todos lados y patios y plantas. En la cocina me quedaba yo algunas tardes con mi tía Teresa comiendo tostadas y viendo caer la lluvia. Si cuando el agua golpeaba el suelo hacia globitos, mi tía decía: “Hace globitos, va a llover todo el día”. Si salía el sol en medio de la tormenta, es decir, si simultáneamente estaba lloviendo con sol, decía: “Se casa una vieja”. Esa frase siempre me pareció genial. Me imaginaba a mi tía, –que tenía sesenta años y el pelo canoso– entrando a la iglesia para casarse. El olor a lluvia, persistente antes y después de la tormenta, me pareció siempre hermoso. Si alguien pudiera hacer con ese olor una colonia, el hombre o la mujer que lo llevaran en su cuerpo serían irresistibles. En El viento que arrasa, la novela de Selva Almada, se describe a través de lo que huele un perro –y esto ocupa todo el capítulo– la inminencia de la lluvia. La lluvia siempre me pone de buen humor, salvo que llegue como catástrofe. Es pura fenomenología. En Hannah y sus hermanas, una película muy linda de Woody Allen, hay una escena magistral en la que un hombre conquista a una mujer enviándole un poema de Cummings. El poema termina así: “Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”. Hoy leí en el diario que unos científicos de Estados Unidos lograron aislar y descifrar cómo se genera el olor a lluvia. Dice el informe: “Al estudiar unas imágenes en alta velocidad, descubrieron cómo las gotas de agua liberan nubes de partículas –aerosoles– al impactar sobre una superficie porosa”. Estos aerosoles, dicen los científicos, son liberados con la lluvia y esparcidos con el viento. Y se preguntan cómo nadie antes se dio cuenta de este fenómeno. Claro, parece que los científicos americanos no leyeron los libros de Juan José Saer, ¿no?