El domingo se elige entre un creído de Barrio Parque y un trabajador del pueblo. La frase no fue dicha por Nicolás del Caño ni por Jorge Altamira sino por Daniel Scioli, devenido de la noche a la mañana en exótico militante clasista. Fue el jueves, durante la primera escala del cierre de campaña del Frente para la Victoria en la ciudad de Mar del Plata. Por la tarde, el candidato presidencial volvió a arengar a las masas, pero esta vez en La Matanza, corazón proletario del peronismo. La coctelera ideológica incluyó en la oportunidad la participación especial de Oscar González Oro, el emblemático ex conductor de Radio 10, la emisora que Daniel Hadad convirtió en un fulgurante éxito durante los malditos años 90. Horas antes, el comunicador, hoy conchabado en el grupo mediático del oficialista Cristóbal López, había comparado a Mauricio Macri con Carlos Menem: “Si vamos a vivir igual (que en esos tiempos), me voy al Uruguay”, amenazó. Nadie sospechaba hasta ese momento que el neoliberalismo hubiera dejado semejante trauma en el famoso comunicador. Dicho sea de paso, se habló demasiado de exilio en la colonia de artistas, investigadores y académicos durante los últimos días de dramatización nacional y popular. Hitler, Mussolini, Videla y otros fantasmas asomaron en el horizonte de personas honestamente preocupadas por la mera posibilidad de un cambio de rumbo en las elecciones de hoy.
“Tené cuidado con lo que decís en estos días –advirtió a este redactor un buen amigo que transita los claustros universitarios K–, la gente está muy sensible: muchos sienten que avanza una especie de ejército de ocupación extranjera que arrasará con todas las conquistas de estos años”. Almas puras. Nunca antes en democracia, ni siquiera cuando los peligros fueron reales, como en los alzamientos carapintadas de los 80 o la entronización de gente con probados antecedentes fascistas en algunas comarcas del conurbano bonaerense y en provincias del interior, se habían escuchado semejantes prevenciones. El barón de Merlo, Raúl Othacehé, o el eterno guardián de Formosa, Gildo Insfrán, fueron, según este nuevo cuento de lobos y ovejitas, gente siempre apegada a los principios democráticos si se la compara con el nuevo riesgo país que representa la troika Macri-Sanz-Carrió. Ni siquiera la presencia de un hombre como el radical Daniel Salvador, ex secretario de la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (Conadep) de 1983, en la fórmula de la provincia de Buenos Aires, ha calmado la ira de los que suponen que un nuevo Torquemada viene marchando. El Gobierno motorizó incluso una conferencia de prensa de los organismos de derechos humanos para advertir sobre los peligros que se ciernen sobre la patria si gana Cambiemos.
Hasta Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, que siempre mantuvo posiciones críticas hacia el oficialismo, se prendió en la campaña a favor del kirchnerismo.
La sobreactuación –y en muchos casos la burda falsificación– de categorías ideológicas ha sido, sin dudas, una de las marcas más impactantes que el kirchnerismo deja como legado. Obligados por un clima de época, en el que los prontuarios y las operaciones de inteligencia se manejaron arbitrariamente como armas de disuasión, muchos reciclados militantes se vieron forzados a reinventar sus historias de vida. Desde la cumbre del poder pareció incluso que la mentira resultó tan convincente que sus propios protagonistas terminaron por creerla.
Buena gente. Nadie estuvo con Menem ni en la Alianza, todos resistieron la dictadura, a Néstor no le interesaba el dinero, Cristina siempre condenó la aventura militar en Malvinas, el estatismo fue la doctrina que acompañó desde la cuna a Oscar Parrilli y Domingo Cavallo fue un producto exótico sólo explicable por la imposición imperialista. Un país de buena gente. La doctrina oficial se construyó sobre pies de barro, no por las impurezas de sus propaladores sino precisamente por la pretensión de convertir a los mentirosos en almas carentes de pecado. Hubo aire de superioridad en el discurso, grandeza moral impostada y fanatismo detractor.
El kirchnerismo inventó una religión de Estado que obligó a sus predicadores a falsificar hasta la propia identidad: todos nacieron en el año fundacional de 2003.
Por eso, su desgajamiento –hoy inexorable sea cual fuere el resultado del ballottage– provoca en los fieles de buena leche la sensación de tierra arrasada: no cambia un gobierno sino que se apaga una ilusión.
Personalismo o democracia. Las democracias verdaderas nunca son obra de hombres o mujeres providenciales sino de instituciones fuertes. “Uno no puede garantizar que las personas van a ser buenas. Entonces, hay que tener instituciones que funcionen. Lo grave en Latinoamérica es que no hay tradición institucional fuerte. La personalidad es lo que manda. Esa falta de institucionalidad hace que la virtud y la transparencia de las personas no exista como contrapartida para prohibir los abusos”, enfatizó Fernando Henrique Cardoso, ex presidente y destacado intelectual brasileño, en un reciente reportaje publicado en Clarín.
Con el recuento de los votos se abre hoy una nueva posibilidad para superar la superchería. Venimos de donde venimos y la campaña volvió a desnudar la tentación de la impostura.
Los últimos días fueron pródigos en carátulas simplistas y maniqueas. No hacía falta que Scioli, criado en un hogar de clase alta, iniciado en la escolaridad primaria en las escuelas Ward, alumno político de Carlos Menem, virara abruptamente hacia el clasismo insustancial.
Tampoco que Mauricio Macri tuviera que hacer giros retóricos para explicar por qué se opuso a muchas de las leyes que impulsó un gobierno que sustituyó el debate de ideas por el peso implacable de su mayoría automática en el Parlamento.
Es hora de asumir la historia y darle un giro al destino de mediocridad que hemos transitado.